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miércoles, 22 de diciembre de 2010

Destinos...


Si ya diste el mal paso, no tardaré en seguirte.
Por cada mal paso tuyo, yo daré tres;
así, tal vez, te adelante un poco.

Entonces, conforme se acumulan los malos pasos y comienzas a
darles sentido, éstos se convierten en tu única salida.

O bien, en ese sitio seguro, del que no puedes desprenderte.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Tú arriba y yo debajo.


Enamorarse y apasionarse no son la misma cosa, aunque tengan un fin común...
De ahí que el corazón, por necesidad, casi por pura supervivencia, se haga
de diferentes habitáculos. Espacios que sirven para llenarse, como un hotel
de descanso sin permanencia voluntaria.

jueves, 12 de agosto de 2010

Los arrebatos de la abuela (o los breves privilegios)


A un músico de rock le cuesta media carrera poder obtener cierta clase de privilegios. Otros los obtienen muy rápido, cuando se hacen de un management y una buena campaña publicitaria, pero eso es inherente a su escasez de encanto. El músico que se los gana es el que compone, ensaya, carga instrumentos, conecta líneas, batalla contra los promotores-vampiro que exigen cierta cantidad de boletos vendidos, toca o canta, agradece, desconecta, carga el equipo de vuelta y maneja la combi. Entonces, en algunos años, podrá disfrutar de la fruta de temporada, las M&M’s de colores y el champaña en su camerino.

Sucede igual con la vida. A los treinta y seis años, creo, uno puede gozar de ciertos privilegios.

A muy temprana edad (14) supe que no iba a estar en un sitio en donde no me gustara estar; esa fue la premisa que apliqué a lugares, momentos y personas. Por eso, creo, me volví antisocial. Antisocial a medias porque desde entonces sólo convivo con aquellos que pueden contribuir con algo.

Cada vez que iba a salir con alguna chica, la abuela neceaba con un entusiasmo más bien pariente del acoso, con que me fuera muy guapo, casi de saco y pajarita. La única vez que lo hice me sentí incómodo y la cita fue un desastre. Desde entonces, por las mías.

Antes pensaba (y aseguraba) que nunca me casaría. Cuando lo consideré (era muy enamoradizo y con todas quería casarme), juré que lo haría en jeans y tenis. Después, un poco más maduro, juré que lo haría en esmoquin y Converse negros de lona. Todos me llamaban loco. Y casi les doy la razón. Fue hasta que vi una foto del escritor Jordi Soler cuando presentó su libro de relatos La cantante descalza…, una imagen en blanco y negro, una perspectiva desde las plantas de sus pies, o bien desde la suela de sus Converse, que me dije “de ahí eres, porque además siempre has querido ser escritor”. Es la hora que sólo he publicado un libro (7 años del sueño zapatista, inconseguible) y lo demás se ha ido entre periódicos, revistas y antologías. No tengo prisa. Pero sí tengo la necesidad de hacer valer mi derecho a tener ciertos privilegios. Como aquella premisa del momento y el lugar. Finalmente me casé con traje y bostonianos, muy contento. La imagen era lo de menos. No así los privilegios.

Más de tres décadas y media de vida, un hijo, una esposa, varios perros y algunas tortugas, y hasta un cambio de residencia por un tiempo a otro país es el santo y seña, la clave que se toca en la puerta del club subrepticio, la tarjeta de presentación en donde exijo mis privilegios. ¿Cuáles? A estas alturas, sólo mi tranquilidad de espíritu. Misma que se trastoca con momentos y lugares innecesarios. Si no es así, pregunto, ¿para qué tanto batallar contra la vida? Algún beneficio debemos tener. Por eso me río de los que hoy hablan de amor profundo y eterno sin haber leído el Susy. Los que echan a correr y no han bajado de la cuna.

Y ahí voy, en unos días, a cerrar la cuenta de los treinta y seis y entrándole de lleno al primer día de los treinta y siete (cumplo 36 en realidad, pero es un círculo que se cierra, entonces…). Y qué mejor regalo que ese privilegio de ser muy yo, en tiempo y lugar.

sábado, 7 de agosto de 2010

Play that funky music, white boy…


Manejo. Es Coyoacán típico de sábado a media tarde. En el estéreo suena un disco de Rythms del Mundo, con una buena versión afroantillana de Runaway, de Del Shannon. Comienza a llover; no es muy intenso, en la calle la gente ni siquiera lo nota. Los semáforos se traban y no hay mucho movimiento. En otro momento forzaría la situación, buscaría un resquicio por donde escapar, pero… siempre llegas al mismo lugar. Y yo voy al mismo lugar de siempre, por eso no me emociono. Rutina pastosa. Crisis.

A mi derecha un muchacho me recuerda a mí en el siglo XX. Está de pie en una esquina, esperando. De sus orejas brotan dos cables conectados a una tabletita color blanco (en el siglo XX era un walkman Sony que, a lo más, tenía memorias y reinicio de casete, pero esa dobly/estéreo marcaba la diferencia) en donde busca canciones. Tiene facha de gustarle Zoé o algo por el estilo. En mi walkman sonaban Siouxsie and The Banshees, The Smiths, El Que Ríe al Último, Psicodencia, Ansia, Sangre Azteka (sí, con K), Los Necios, The Cure, Crista Galli. Hace poco vi a Crista Galli en canal 13; sonaban bien, a viejo baúl macizo, correoso, como deben sonar las bandas adultas. Actualmente todo suena a cristalería, pop muy fino –que no malo–, pero que carece de yesca: no prende. La música de hoy ya es sólo para pensar y escuchar. Antes tenías la oportunidad de divertirte. Los muchachos de hoy casi no bailan. Ligan vía mail, o FB, o Bluetooth, WiFi. Relaciones frías.

El muchacho parece haber hecho su elección y camina bailando. No sé qué escucha pero quiero creer que es Wild Cherry por la manera como se mueve. Me pregunto si sus amigos escucharán lo mismo. Tal vez me equivoqué y el tipo es un afectado por los gustos de papá. Tal vez a su madre le gustaban Wild Cherry o Funkadelic y a su padre Joan Báez. Entonces sí es como yo. ¿Bailará solo frente al espejo? ¿Tendrá una novia como yo entonces que se maravillaba porque su novio tocaba la batería en una banda de rock que ocasionalmente se daba tiempo para tocar un fonkito o un blusito? Qué divertido que era todo aquello. Lo que más recuerdo era la amistad de guerrilla que teníamos. Sin miramientos la mano tendida y no como ahora la mano que mete los dedos en el bolsillo ajeno. Las amistades de guerrilla están en desuso. Una premisa: jamás pelear entre amigos y siempre buscar el bienestar común. Afuera, en la calle, la familia es otra. Piel de concreto y sangre de diesel. Hoy no. El Playstation demuestra que los píxeles tienen la razón. Antes, el enemigo de uno era enemigo común. Las risas postguerra eran granadas contra el aburrimiento y combustible para el recuerdo. Antes no había soldados sin nombre; hoy, voces y rostros son prescindibles. Hoy resulta difícil que un muchacho se pregunte por qué los adultos tememos a las mariposas negras. Hoy pocos se entretienen hallando la belleza en donde es menos evidente. Antes, para ver a una mujer sólo medio desnuda había que subir a la azotea y venadear los balcones, a ver si de pura casualidad Margarita está en el banquito de siempre untándose crema en los muslos después de bañarse, aromatizando el ambiente con el perfume durazno de su cabello. Hoy, Margarita y otras están a dos clics de distancia. Como ustedes ahora. Hoy resulta difícil que un muchacho se olvide de Iron Maiden (caballito de batalla de tantas generaciones en pañales rebecos) y se dé un tiempo para escuchar jazz o, mínimo, Steely Dan. Lo han mamado, sí, por sus padres, pero desconocen el sabor.

Por eso, cuando me mudé a vivir solo, lo primero que hice fue pintar mi cocina de color rojo. Rojo sangre.

martes, 20 de julio de 2010

FIGURITAS DE LLADRÓ


Cuando éramos adolescentes, mis amigos y yo fantaseábamos con la idea de convertirnos en, digamos: “sirvientes amorosos a sueldo” de una mujer madura, guapa y millonaria, cansada de contarle las canas a su potentado marido. Jamás lo conseguimos.


Cuando llegamos a los treinta años, un colega me confesó su urgencia por andar con una señora madura (y rica) porque él ya comenzaba a convertirse en señor.


La esposa del ex primer ministro de Irlanda pudo ser una buena opción.


Esta introducción tan desfasada no tiene mucho que ver con el resto del texto, pero me pareció políticamente correcto incluirla.


Hablemos de las figuritas de Lladró. Semejantes adornos tan costosos que emperifollan las vitrinas de una casa de clase alta cumplen su cometido y no. Pagar miles de pesos por un gato de porcelana evidencia que el coleccionista tiene tanto dinero como mal gusto. Las figuritas de Lladró, por muy caras que sean, no se diferencian en nada de la familia de elefantitos de cerámica que avanzan tomándose las colas con las trompas ni de las carpetitas bordadas, adquiridas afuera de una iglesia, con las que las abuelas cubrían el piano o la chimenea ni del cuadro en estambre de la última cena que capitanea los adornos del comedor.


En tiempos donde el minimalismo “mola”, los excesos de adornos resultan un detalle ramplón, ordinario y sumamente vulgar. Al menos entre los entendidos. Las figuritas de Lladró, en una casa de clase alta, son el epítome de la ostentación preferencial del nuevo rico. Los elefantitos de cerámica y las carpetitas en una casa de clase media o media baja, se orientan hacia la nostalgia, cuando las formas importaban poco. Hoy en día, todo parece indicar que lo que importa es lo que muestras y no lo que en verdad eres, lo que llevas dentro, aunque suene a relato de Corín Tellado. Cuántas muchachitas, cuyas vitrinas son adornadas con Lladró, sufren la molestia de sus padres que claman: “Tu novio no me gusta porque no tiene un BMW.” ¿En verdad importa? Por otra parte, las figuritas de Lladró son el santo y seña que distingue a los nuevos ricos.


Existen ricos de prosapia y nuevos ricos –conviene puntualizar la diferencia–; así como nuevos ricos que se casan con ricos de casta. El nuevo rico es aquél que tiene la fortuna de ganarse la lotería, o bien consigue entrometerse hasta las habitaciones de una familia de alcurnia para convivir de lleno con la riqueza y la fantasía de la realeza nacional. Son especie de “groupies” que siguen y siguen a la estrella de rock, como rémoras, hasta que, como lapas, se adhieren al cuerpo del objetivo y lo exprimen. En otros ámbitos se les llama advenedizos y, en el mejor de los casos, trepadores. Son como un virus que se extiende hasta dominar un cuerpo. Parientes de un nódulo canceroso que ha hecho metástasis. El problema de los nuevos ricos es que pueden comprarlo todo, menos la educación y la cultura. Pongamos que una secretaria de medio pelo, de la Agrícola Oriental (no es para discriminar sino para establecer un panorama), consigue casarse con el jefe que la lleva a vivir, digamos, a Las Lomas. Y el jefe, que deviene millonario desde antes de nacer, debe convivir, y tolerar, aquellas costumbres que la trepadora en cuestión ha trasladado desde la AO hasta LL (es decir: todo aquello que motivó su escalada social pero de lo que no puede desprenderse).


No soy fanático de los refranes ni las frases hechas, pero aquí casa muy bien aquél que reza algo sobre una mona y un vestido de seda. Posteriormente viene el disfrute del poder, un detalle virtual que le permite a la trepadora (o trepador) experimentar un goce especial pero mentiroso (lo saben de antemano pero pretenden no saberlo).


Otro problema de los nuevos ricos es que creen ciegamente que su “hazaña” les confiere el derecho de opinar sobre la vida de todos aquellos que conviven a su alrededor, y todo aquél que no ostente un BMW o un reloj con diamantes, sin importar las maneras de conseguirlo, valen mucho menos que aquél que se prostituyó, en toda la dimensión de la palabra, para obtener esos placebos.


El problema de los que no deseamos ser millonarios (ni intentamos obtener una fortuna sin importar los medios) sino vivir bien, es que debemos convivir con personas así, que desdeñan todo lo que no huela a Chanel no. 4 o a los interiores en velour de un Audi A8. Convivimos con ellos desde el tránsito en las calles hasta la fila del banco y la intimidad de un hogar en donde, se supone, tú eres el huésped. La diferencia es la felicidad. Hace un tiempo, un colega de otro estado de la República que conocí en una conferencia de prensa, fascinado con la manera como criticaba a la sociedad, me pidió un compendio de frases para publicarlas en un diario local. Accedí, siempre y cuando hubiese cierta temática. El tópico fue la diferencia de clases, la impunidad subjetiva de quien tiene y no tiene. La primera frase publicada fue ésta: “La gente adinerada es la más estúpida. Sobre todo los nuevos ricos. Nunca están satisfechos con lo que tienen, así es que no dejan de comprar. Su necesidad de consumo es proporcional al vacío que hay en su interior. Y ellos lo saben. Su mayor problema es que están concientes de que, a pesar de tener todo lo que quieren, no son felices.” La frase gustó mucho, así es que publicaron la siguiente: “Otro problema de los ricos es que sufren de delirio de persecución. Creen que todo mundo quiere robarles lo suyo. Yo prefiero no ser rico, para poder vivir tranquilo.” Cabe aclarar que en la publicación se puntualizó la referencia a los nuevos ricos y no a los ricos de prosapia. Y todo esto viene a cuento porque alguna vez, en una reunión, tuve que sufrir charlas inauditas, y groseras, tomando en cuenta el problema económico que sufrimos todos, sobre las grandes cantidades de dinero que alguien gasta en adornos para el cuerpo. Salí asqueado, sobre todo porque tengo un hijo de cuatro años y no me gustaría someterlo a malas influencias.


Por fortuna, mi hijo se alegra lo mismo con un obsequio costoso (como el Wii que le compré en Navidad) que con un envase de plástico con jabonadura para hacer burbujas o un autito de fricción. Ése es el verdadero problema, la forma como los nuevos ricos pretenden influenciar, de mala manera, a los demás. Es, casi, un ejercicio de sometimiento. La realidad es que ellos están sometidos a sus fantasías y, por más insultos y discriminaciones que lancen con sus lenguas bífidas, habemos quienes somos felices teniendo lo más importante para surcar esta vida: salud, familia, tranquilidad y, sobre todo, amigos.


Tengo un amigo desde la preparatoria, al que le gustaba vestirse a la usanza punk. Este amigo, cuyos atuendos le conferían el estatus de piltrafa, sufrió mucho en su relación sentimental porque tuvo la ocurrencia de ligarse a una niña bien, de familia –que no idiota ni caprichosa–, cuyos padres casi sufren una embolia por el terror de ver a su hija con semejante émulo de Lux Interior (vocalista fallecido de The Cramps). Jamás lo aceptaron y sí lo llenaron de insultos y discriminaciones. Un aplauso para su chica que se mantuvo firme en su decisión. Pues este sujeto, que poco ha cambiado su manera de vestir, hoy es un importante ingeniero en sistemas computacionales y diseñador gráfico, y gana toneladas de dinero. Y alguna vez lo encontré en la calle, recordamos algunas anécdotas y clausuramos el día bebiendo cervezas en bolsa en el portón de una casa, como antes, sobornando policías para seguir la fiesta en paz, a pesar de que el tipo traía en la cartera el dinero suficiente para invitar las cervezas en un buen antro. Nos despedimos con un abrazo y un apretón de manos. No he vuelto a verlo, pero estoy seguro de que sigue siendo el mismo, a pesar de tener en el garaje un deportivo último modelo. Los nuevos ricos, para fortuna y desgracia de los demás, por más dinero que tengan, no pueden comprar esa finura, ese detalle que permite vivir con tranquilidad, seguro de lo que has logrado, sin hacer gala de esas carencias que por más que tratan de ocultarse, identifican a quien no es feliz, por más dinero y posición que hayan adquirido vía la prostitución (con perdón de la comunidad de trabajadoras sexuales).


Y quiero finalizar con la tercera frase que me publicaron en aquel malogrado diario de occidente: “Conozco la frontera sur, conozco casi todo México, conozco Los Ángeles, San Francisco, Oakland, Houston, Florida, Las Vegas, la zona desértica del Área 51. He brindado con champaña en año nuevo y he bebido un gran vaso de whisky mientras escucho caer los quarters en las máquinas tragaperras del Caesar’s Palace. Pero sigo extrañando y prefiriendo los frijoles, el café de olla y las memelas con chile que preparaba mi abuela.” A fin de cuentas, lo que te hace ser es lo que llevas dentro y viene de la raíz.


Por eso aquello de la mona...