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jueves, 12 de agosto de 2010

Los arrebatos de la abuela (o los breves privilegios)


A un músico de rock le cuesta media carrera poder obtener cierta clase de privilegios. Otros los obtienen muy rápido, cuando se hacen de un management y una buena campaña publicitaria, pero eso es inherente a su escasez de encanto. El músico que se los gana es el que compone, ensaya, carga instrumentos, conecta líneas, batalla contra los promotores-vampiro que exigen cierta cantidad de boletos vendidos, toca o canta, agradece, desconecta, carga el equipo de vuelta y maneja la combi. Entonces, en algunos años, podrá disfrutar de la fruta de temporada, las M&M’s de colores y el champaña en su camerino.

Sucede igual con la vida. A los treinta y seis años, creo, uno puede gozar de ciertos privilegios.

A muy temprana edad (14) supe que no iba a estar en un sitio en donde no me gustara estar; esa fue la premisa que apliqué a lugares, momentos y personas. Por eso, creo, me volví antisocial. Antisocial a medias porque desde entonces sólo convivo con aquellos que pueden contribuir con algo.

Cada vez que iba a salir con alguna chica, la abuela neceaba con un entusiasmo más bien pariente del acoso, con que me fuera muy guapo, casi de saco y pajarita. La única vez que lo hice me sentí incómodo y la cita fue un desastre. Desde entonces, por las mías.

Antes pensaba (y aseguraba) que nunca me casaría. Cuando lo consideré (era muy enamoradizo y con todas quería casarme), juré que lo haría en jeans y tenis. Después, un poco más maduro, juré que lo haría en esmoquin y Converse negros de lona. Todos me llamaban loco. Y casi les doy la razón. Fue hasta que vi una foto del escritor Jordi Soler cuando presentó su libro de relatos La cantante descalza…, una imagen en blanco y negro, una perspectiva desde las plantas de sus pies, o bien desde la suela de sus Converse, que me dije “de ahí eres, porque además siempre has querido ser escritor”. Es la hora que sólo he publicado un libro (7 años del sueño zapatista, inconseguible) y lo demás se ha ido entre periódicos, revistas y antologías. No tengo prisa. Pero sí tengo la necesidad de hacer valer mi derecho a tener ciertos privilegios. Como aquella premisa del momento y el lugar. Finalmente me casé con traje y bostonianos, muy contento. La imagen era lo de menos. No así los privilegios.

Más de tres décadas y media de vida, un hijo, una esposa, varios perros y algunas tortugas, y hasta un cambio de residencia por un tiempo a otro país es el santo y seña, la clave que se toca en la puerta del club subrepticio, la tarjeta de presentación en donde exijo mis privilegios. ¿Cuáles? A estas alturas, sólo mi tranquilidad de espíritu. Misma que se trastoca con momentos y lugares innecesarios. Si no es así, pregunto, ¿para qué tanto batallar contra la vida? Algún beneficio debemos tener. Por eso me río de los que hoy hablan de amor profundo y eterno sin haber leído el Susy. Los que echan a correr y no han bajado de la cuna.

Y ahí voy, en unos días, a cerrar la cuenta de los treinta y seis y entrándole de lleno al primer día de los treinta y siete (cumplo 36 en realidad, pero es un círculo que se cierra, entonces…). Y qué mejor regalo que ese privilegio de ser muy yo, en tiempo y lugar.

sábado, 7 de agosto de 2010

Play that funky music, white boy…


Manejo. Es Coyoacán típico de sábado a media tarde. En el estéreo suena un disco de Rythms del Mundo, con una buena versión afroantillana de Runaway, de Del Shannon. Comienza a llover; no es muy intenso, en la calle la gente ni siquiera lo nota. Los semáforos se traban y no hay mucho movimiento. En otro momento forzaría la situación, buscaría un resquicio por donde escapar, pero… siempre llegas al mismo lugar. Y yo voy al mismo lugar de siempre, por eso no me emociono. Rutina pastosa. Crisis.

A mi derecha un muchacho me recuerda a mí en el siglo XX. Está de pie en una esquina, esperando. De sus orejas brotan dos cables conectados a una tabletita color blanco (en el siglo XX era un walkman Sony que, a lo más, tenía memorias y reinicio de casete, pero esa dobly/estéreo marcaba la diferencia) en donde busca canciones. Tiene facha de gustarle Zoé o algo por el estilo. En mi walkman sonaban Siouxsie and The Banshees, The Smiths, El Que Ríe al Último, Psicodencia, Ansia, Sangre Azteka (sí, con K), Los Necios, The Cure, Crista Galli. Hace poco vi a Crista Galli en canal 13; sonaban bien, a viejo baúl macizo, correoso, como deben sonar las bandas adultas. Actualmente todo suena a cristalería, pop muy fino –que no malo–, pero que carece de yesca: no prende. La música de hoy ya es sólo para pensar y escuchar. Antes tenías la oportunidad de divertirte. Los muchachos de hoy casi no bailan. Ligan vía mail, o FB, o Bluetooth, WiFi. Relaciones frías.

El muchacho parece haber hecho su elección y camina bailando. No sé qué escucha pero quiero creer que es Wild Cherry por la manera como se mueve. Me pregunto si sus amigos escucharán lo mismo. Tal vez me equivoqué y el tipo es un afectado por los gustos de papá. Tal vez a su madre le gustaban Wild Cherry o Funkadelic y a su padre Joan Báez. Entonces sí es como yo. ¿Bailará solo frente al espejo? ¿Tendrá una novia como yo entonces que se maravillaba porque su novio tocaba la batería en una banda de rock que ocasionalmente se daba tiempo para tocar un fonkito o un blusito? Qué divertido que era todo aquello. Lo que más recuerdo era la amistad de guerrilla que teníamos. Sin miramientos la mano tendida y no como ahora la mano que mete los dedos en el bolsillo ajeno. Las amistades de guerrilla están en desuso. Una premisa: jamás pelear entre amigos y siempre buscar el bienestar común. Afuera, en la calle, la familia es otra. Piel de concreto y sangre de diesel. Hoy no. El Playstation demuestra que los píxeles tienen la razón. Antes, el enemigo de uno era enemigo común. Las risas postguerra eran granadas contra el aburrimiento y combustible para el recuerdo. Antes no había soldados sin nombre; hoy, voces y rostros son prescindibles. Hoy resulta difícil que un muchacho se pregunte por qué los adultos tememos a las mariposas negras. Hoy pocos se entretienen hallando la belleza en donde es menos evidente. Antes, para ver a una mujer sólo medio desnuda había que subir a la azotea y venadear los balcones, a ver si de pura casualidad Margarita está en el banquito de siempre untándose crema en los muslos después de bañarse, aromatizando el ambiente con el perfume durazno de su cabello. Hoy, Margarita y otras están a dos clics de distancia. Como ustedes ahora. Hoy resulta difícil que un muchacho se olvide de Iron Maiden (caballito de batalla de tantas generaciones en pañales rebecos) y se dé un tiempo para escuchar jazz o, mínimo, Steely Dan. Lo han mamado, sí, por sus padres, pero desconocen el sabor.

Por eso, cuando me mudé a vivir solo, lo primero que hice fue pintar mi cocina de color rojo. Rojo sangre.