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viernes, 7 de octubre de 2011

Otro adorno en el aparador


Después de una larga jornada de paseo, un joven padre y su hijo se detuvieron a descansar en el filo de una banqueta, en una colonia residencial. Habían salido muy de mañana rumbo al panteón, con unas flores que cortaron la noche anterior del jardín de doña Elena (con su permiso), para ver a la madre del niño, que había fallecido justo un año antes a causa de una enfermedad desconocida. El día de la muerte, el niño ya no vio a su madre. Ese día volvió de la escuela y ya no estaba. Era un chico muy listo, por lo que al padre no le costó trabajo hacerle comprender que la enfermedad había sido tan devastadora “que se la llevó así nomás, hijo, sin que pudiera despedirse personalmente; pero te dejó una carta”. ¿Me escribió una carta antes de morir? ¿Acaso sabía que iba a morir?, se preguntó el niño que suponía que sólo el condenado a muerte o quien fraguara la propia podía saber la hora exacta de su final (cosas que aprendía en las noches, cuando su padre le leía novelas históricas para inducirle el sueño); de cualquier manera leyó la carta. Lo hizo despacio pues apenas aprendía a unir las letras para darles coherencia. Lo que leyó el niño se lo quedó para él solo.

Al cumplir un año, padre e hijo decidieron visitar la tumba. Salieron muy temprano y abordaron el camión que los acercaba al cementerio. Al llegar al lugar indicado, la encontraron solitaria, con el pasto crecido y sin lápida. Era común que en esos panteones aledaños a colonias populares los lugareños se robaran las lápidas.

-¿Cómo sabes que esta es la tumba de mamá? –preguntó el muchacho.

-Muy fácil, hijo. Dime qué hora es.

-Las diez en punto.

-Fíjate en aquel árbol, ¿ves cómo la sombra de esa rama se coloca sobre la tumba de tu madre? –el niño asintió–. Hace un año, a esta hora, para poder reconocerla, me fijé en ese detalle. El árbol nos señala cuál es. Así no hay pierde –le dijo y le acarició el pelo. El niño sonrió.

-Eres muy listo, papá.

-No tanto como tú.

Pasaron ahí la mañana y parte de la tarde. Mientras el joven padre sacaba unas tijeras para podar y se hincaba sobre la tierra húmeda a darle forma a la rebeldía del pasto, que había crecido tanto como si quisiera con sus briznas arañar el sol, el muchacho traveseaba por ahí, lanzando una vara a unos perros de panteón que se acercaron en busca de algo para comer. Después de dejar el pasto de alrededor con un estilo castrense, a la casquete corto, el padre fue hasta la entrada del panteón para pedir al guardia dos tambos con agua. Los cargó hasta la tumba, bajo el mazazo del sol, bufando ocasionalmente. Y de cuando en cuando se detenía para afeitare el bozo de sudor de la frente y la quijada, y para observar a su hijo corretear en la ladera, tan ignorante de la tragedia como feliz por tener esos minutos de aire fresco. Finalmente hicieron un agujero en la tierra, en la cabecera de la tumba, y clavaron las flores. Aquella era, definitivamente, otra tumba. Tenía, por decirlo de algún modo, más vida. El joven padre rió por lo bajo tras su ocurrencia. Guardaron un poco de agua para lavarse las manos y sentarse a comer los emparedados con jamón que prepararon en la mañana y beber los dos jugos que el padre cargaba en la mochila con las tijeras de podar. Charlaron de cualquier cosa, rieron, contaron chistes y planearon lo que harían por la tarde: jugar un poco, arreglar el desorden del hogar que tomaba forma durante las ausencias entre semana, y después leerían alguna novela histórica antes de dormir. Cuando el padre volvió de devolver los tambos, encontró a su hijo hincado a los pies de la tumba, con las manos juntas en su pecho, rezaba. Fue acercándose poco a poco y descubrió que, más que rezar, el niño platicaba con su madre. El hombre joven se recargó en el árbol que señalaba la tumba, encendió un cigarrillo y tragó varios nudos de lágrimas, sollozos y culpas, hasta que se vació. El camino de regreso lo hicieron a pie. Subiendo y bajando laderas, hasta llegar a la zona residencial enclavada en una loma. Decidieron que era tiempo para descansar un poco.

El sol de la tarde acariciaba los ventanales de las mansiones y recalentaba las láminas de los autos lujosos estacionados afuera de una casa; aquel efecto parecía incrementar el calor en el ambiente. La fachada intentaba emular, con mal gusto, las fachadas de las residencias de los suburbios que aparecían en las películas norteamericanas, con un enorme portón eléctrico fabricado en hierro forjado y decorado con grecas semejantes a enredaderas. En el garaje podían verse los autos de lujo, último modelo, esperando pacientes por algún capricho de los patrones. El silencio que priva en esas zonas de tranquilidad adquirida, era roto por una nata musical que brotaba justamente de esa casa. “Tienen fiesta”, pensó el joven padre, aunque eso se evidenciaba por la cantidad de autos estacionados afuera y los choferes dormitando recargados en los volantes. “Qué oficio más indigno”, abundó en su pensamiento. El niño miraba con atención.

Justo cuando iban a ponerse en pie, un mundo de gente comenzó a salir de la casa. Parejas y familias sin hijos, sólo gente mayor enfundada en ropas elegantes y joyas que le arrancaban destellos al sol. Los choferes se espabilaron de inmediato, aparentando celo por su labor, y comenzaron a abrir y azotar puertas, y encender motores poderosos para tomar camino. Detrás del bullicio aparecieron tres personas, una mayor, de cabeza blanca y sobrada elegancia, y las otras dos más jóvenes, guapas y vestidas a la moda, abusando un poco de la escasez de pudor. De esas dos, una era mayor, aunque joven, y la otra no debía sobrepasar los treinta años. Esta última tenía un rostro sereno y hermoso, de enormes y redondos ojos, nariz pequeña y labios gruesos. La mayor, a pesar de su belleza, se notaba recargada en el estilo y sus movimientos eran demasiado estudiados, carentes de gracia. Su rostro atractivo, sin embargo, estaba cruzado por una mueca general de insatisfacción que apenas sonreía forzadamente volvía a recomponerse en el puchero. Ocasionalmente ambas alzaban la mano para despedirse de sus invitados. El hombre elegante no se movía, parecía una estatua, uno de esos indios de madera que lucen en las entradas de las tabaquerías y tienen habanos en la mano. A la distancia, el niño no perdía interés.

-Esa gente debe ser muy feliz, ¿verdad, papá? –dijo interrumpiendo los pensamientos de su padre.

-¿Por qué lo dices?

-Observa sus ropas y sus autos y la gente que los visita, papá, observa su casa.

-Bien, bien, hijo, pero tú eres más inteligente que eso.

-No te entiendo.

-¿Te has fijado en sus rostros?

El niño pareció ser testigo de una epifanía.

-No brillan.

-Exacto. ¿Pero por qué no brillan? ¿Qué es lo que hace brillar un rostro? Lo sabes, hijo, eso que nos sobra a nosotros.

-¡La sonrisa!

-¿Lo ves ahora?

-Si, pero, ¿por qué no sonríen si…?

-¿Si tienen tantos amigos y tanto dinero?

-Exacto.

El joven padre suspiró. Quizás era demasiado pronto. Comenzaba a arrepentirse de su ocurrencia. Quizás no debía decir nada y simplemente levantarse y tomar el camino opuesto, rodear hasta llegar a la avenida en donde se fusiona el suburbio con la colonia popular, en donde debían abordar el camión que los dejara en su casa. Pero estaba demasiado dentro del pantano como para poder salir. Entonces, habló.

“Es menester que entiendas, Braulio, que el dinero no te hace feliz, porque el dinero te corrompe y a la larga asusta todo lo bueno. Todo lo bueno se va. Tú crees que esas personas son felices por sus autos, su casa, sus joyas y sus amigos, pero no has hallado sonrisa en ellos, ¿verdad? –Braulio asiente–. Esa es la señal, hijo. Cuando tú miras a alguien en la calle reconoces su sonrisa y su sonrisa evidencia si su felicidad es real o inventada para la ocasión. ¿Cómo sé cuando te fue bien o mal en la escuela? Por tu sonrisa. No puedes mentir, la tristeza, la decepción, el mal humor y la educación son evidentes, son reflejos del hombre que no pueden ocultarse tras un espejo de vanidad. Ahora bien, hay dinero bien habido y mal habido, ¿estamos?, pero eso no importa, la procedencia es lo de menos cuando conoces a quien lo amasa. Fíjate cómo no hay sonrisa ni en quienes se quedan ni en quienes se van. Eso habla mucho de la fiesta que tuvieron. ¿Y la música? Hijo, no es más que otro adorno en el aparador. Las mujeres de tacón alto que salen de la casa caminan sin molestias, lo que indica que no han bailado, y los hombres se ven demasiado tomados como para haber bailado, ¿ves? Hay que saber leer entre líneas, Braulio. Esa gente que sale con rostros de molestia y alivio ante la huida, nos indican la obligación. El dinero y el poder obligan. La gente así, como aquellas tres figuras que ves al fondo, han amasado tanto que deben comprar a sus amigos. Siempre los mismos amigos, no hay una adhesión interesante y, cuando alguien entra en su círculo, si no casa con el perfil general, o es diferente y tiene ideas encontradas respecto al dinero y al poder –y aquí la voz enronqueció un poco– es expulsado. Lo que esa gente hace –dijo alzando un poco la voz y señalando con dedo insistente a la distancia a las tres figuras principales– es inventarse sus momentos, adquirirlos, diseñarlos porque la misma soledad y la misma tristeza les impiden ser espontáneos hasta en algo tan sencillo como convivir con sus semejantes. Ahora mismo que entren de nuevo a su casa, se dedicarán a hablar mal de los invitados, a criticar cualquier detalle que les dé oportunidad. Porque esa gente, hijo –concluyó desinflándose–, no es feliz.”

-Parece como si los conocieras.

-No es difícil, hijo –dijo suspirando–. El dinero y el poder que tienen sobre ti mismo también obligan a olvidar los compromisos…

-¿A qué te refieres?

-A nada –dijo el padre al hijo alborotándole el pelo, cuando las tres figuras traspasaron la verja–, es hora de irnos, comienza a atardecer.

Se pusieron en pie y avanzaron sin poder quitar la vista de la fachada.

-¿Te divertiste? ¿La pasaste bien visitando a mamá?

-Alguien nos mira, papá –dijo Braulio torciendo la cabeza y mirando hacia la reja. El padre sintió un escalofrío que lo obligó a andar más aprisa, la inminencia de su estupidez parecía lanzarle tarascadas desesperadas–. Espera, es la muchacha. Es bonita, ¿no crees? ¿Por qué se queda ahí agarrando la reja? ¿Por qué nos mira?

El padre se detuvo y dio un suave tirón a su hijo. No obstante, lanzó una mirada recelosa a la reja hasta que las miradas colapsaron.

-No sé, quizás no está a gusto ahí dentro y envidia nuestra libertad. Nosotros somos conejos silvestres, hijo. Ella ya no.

-¿Ya no?

-Olvídalo, es tarde. ¿Futbol en la calle llegando? ¿Te enseño a pegarle con la izquierda?

-¡Sí! –gritó Braulio con alegría.

La muchacha de la reja los miró perderse en el vértice de la calle. Algo se movió dentro de ella, un sentimiento extraño, pariente de la añoranza. Luego descendió los escalones y entró a casa, siempre mirando el suelo.

-Un niño y un joven –dijo el guardia del panteón a la familia del joven Gustavo García.

-¿Un niño y un joven?

-Estuvieron mucho tiempo, rezaron, cortaron el pasto y sembraron esas flores. Yo los dejé porque creí que eran parientes suyos.

-Vaya. Se habrán equivocado de tumba. Hicieron muy buen trabajo –dijo el padre de Gustavo, quien un año antes había enterrado a su hijo que falleció víctima de una enfermedad desconocida. Luego alzó los hombros y se hincó a los pies de la tumba con su esposa, para rezar.