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domingo, 24 de mayo de 2015

Inmenso hipocampo asalta el Zócalo del DF

Un beat arranca con una bestialidad sabrosa y comienzo a saltar para armar un pogo orgásmico… Nadie más lo hace y Mónica Aire carcajea… “Te hubieras visto”, me dice. Son las ganas, el ansia de poder escuchar a Hello Seahorse! con un buen PA…

 
Foto: Btxo



Hace unos meses, en un bar de la Colonia Condesa, me invitaron a ver a los HS! en un showcase bastante íntimo. Aquella noche estuve cerca del buen Oro de Neta para atisbar, así como el vecinito chismoso, la cantidad de juguetes con los que sube a escena. Sublimes.


Pero esta noche en el Zócalo de la CDMX, después del beat fantasma, me calmo y recompongo la pose cool. No obstante, dentro, algo late… Siento que quiero parir un hipocampo… Guardo las emociones pero la realidad es que la ansiedad me mastica como una bacteria carnívora. No es sólo que esté con Mónica Aire y quiera verla bailar (mi vicio), o que espere las secuencias intricadas de Oro de Neta, o la potencia y maleabilidad vocal de Lo Blondo (en México nadie hace lo que ella con la voz), la hipnótica precisión de Bonnz! o los rasgueos épicos de Joe sino espero apreciar la conjugación de tanta joya.

Cuando la banda arranca aquello se envuelve en el capullo de esa madurez musical que les permite moldear sus tracks en una textura más electrónica y densa, pero no por ello carente de color, que por ósmosis va invadiendo organismos. Entre el público veo a los fieles fans de siempre, a nuevos adeptos, a madres y padres de familia que acompañan a sus vástagos y se dejan iluminar.
 
Foto: Btxo
Cuando No es que no te quiera y Bestia se entronan en el escenario tengo una epifanía: HS! es la banda más potente, imaginativa y elegante de México.

Su casa viene en capas. Capas y capas de sonidos y texturas que laten con vida propia; beats venenosos que impactan y se diluyen al entrar en contacto con la sensualidad de Lo Blondo.

En su música hay más de un detalle de finura. Suena a disco con esteroides: la precisión del estudio se recompone con un estallido de testosterona que invita a bailar, a saltar, a cabecear con riesgo de pegarle al de enfrente.

Las notas atacan al personal como un enjambre de abejas reinas que se internan en las venas. Las luces son lanzas con curare. Hay más de una lágrima, no por tristeza ni por nostalgia sino por ese efecto especial que HS! factura como factura una hermosa obra maestra.

Y más allá de la música, HS! te convence, después de una carretada de tracks, que si estás ahí es porque has hecho algo positivo en tu vida.  





Los ojos de Mónica Aire me absorben… Sonrisa… Como él me enseñó, aunque deshonre a mis principios…

No tengo voz para decirlo, por eso vengo y se los escribo…

(Btxo, 2015)

sábado, 23 de mayo de 2015

Gatos, llaves y el control remoto

Yo estaba enamorado de Alabama. No era un secreto pero nadie hacía un comentario al respecto. Suponía que para los demás era normal que alguien se enamorara de ella. O quizás a nadie le interesaba. También era posible que nadie lo notara. En fin.

            De Alabama sabía tres cosas: que le gustaba el cine, que su último novio se había suicidado y que besaba muy bien (ella, no el occiso).

            Cuando supe que besaba muy bien también me enteré que se llamaba Alabama porque en ese estado norteamericano la habían concebido sus padres.

            Nos besamos en el cine y de regreso a casa me relató el asunto de su novio. Íbamos de la mano y noté un discreto temblor en sus dedos, entrelazados con los míos, cuando me contó el motivo del suicidio. Que ella, en venganza porque había encontrado una carta muy doblada y perfumada sobre la mesa del comedor, con maneras y remitente que no eran suyos, se fue del departamento con los dos juegos de llaves, el suyo y el del interfecto, después de conjugar una rabieta, cerrando con doble llave.

Quienes hallaron el cadáver juran que también estaba muerto el gato. Tenía el cuello roto. “Era un gato muy cabrón que se la pasaba maullando todo el tiempo”. Dijeron que lo escucharon maullar toda la noche y de pronto se hizo el silencio. Dijeron que el muchacho se volvió loco por los maullidos porque no podía salir y el animal no se callaba. “Primero le rompió el cuello al gato y después se suicidó”. Maldito animal, pensé.

-Me siento culpable –me dijo.

-Si querías joderlo habría bastado con esconderle el control remoto de la televisión. Eso vuelve loco a cualquiera –le dije.  

-No se me ocurrió.

Esa noche Alabama y yo hicimos el amor.

Cuando las cosas fueron tomando forma y ella me visitaba en mi departamento procuré, por mera precaución, no darle un juego de llaves ni dejar a la mano el control remoto de la televisión.

Con Alabama pasaba una cosa rara y es que después del orgasmo los ojos se le ponían color grosella. Tardé en darme cuenta de semejante efecto especial porque exclusivamente cada vez que yo respiraba me entretenía en entender cómo podía yo eslabonar mi vida con la de una mujer como Alabama que parecía sacada de una revista. Es decir, si ella hubiese sido actriz y nos separara el grueso cristal de una pantalla de cualquier manera me habría enamorado de ella. Comenzaba a temerle a la materialización de la fantasía. Algo tendría yo que pagar en esta vida, o en otra, nomás por semejante favor. Es como un karma positivo, algo así. La cosa era que yo ya le salía debiendo al destino.

A partir de aquella ida al cine mi vida se había convertido en una consecución de escenas de una dignísima chick flick británica.

Una vez de plano le pregunté por qué razón era mi novia. Ya no aguantaba la estática. Esa duda comenzaba a crecer con todas las propiedades de un tumor y más me valía estar al tanto de todas las incidencias para no sorprenderme cuando el final feliz se enlatara y diera paso al final alternativo, ése que nadie quiere ver y que se queda en los extras del DVD nada más para demostrar los niveles de saña que tiene un guionista.

-Es muy sencillo: estoy contigo porque me quieres y no andas jorobando todo el tiempo con que soy bonita.

Me mordí los labios con una ansiedad digna de diagnóstico y prescripción médica.

Entre las coincidencias que nos ataban a esa puesta en escena destacaba el que Alabama hubiese asesinado indirectamente a su novio y yo viniera de aniquilar a mansalva la relación de mi vida. Por eso pensaba en el karma. No me quitaba esa idea de la cabeza. Nadie tiene tanta suerte.

Aquella escritora por la que suspiraba como el gato que mira el escaparate de la pescadería finalmente había cedido a mis ruegos y yacía en mi cama, recuperándose de un orgasmo marca llorarás, enredada entre mis sábanas.

El día que la conocí pensé que ella era la prueba viviente de que los milagros existían pero un buen amigo me señaló, sin mucho fruto, que así como yo la amaba sin conocerla en otra parte había alguien que no la soportaba.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque estuve casado con ella un año.

Hasta ahí el consejo y la amistad. Salí de su departamento con el control remoto de su televisión en el bolsillo. Luego lo tiré en una coladera.

Semanas después tuve que darle la razón.

Alabama y yo íbamos tanto al cine que no necesitábamos ver televisión. No obstante, comencé a temblar una noche después de hacer el amor cuando la televisión se encendió de milagro. Abrí mis ojos de una manera tan peligrosa que creí que los globos oculares saltarían de sus cuencas.

-¿Tú encendiste la tele?

-Ni modo que el fantasma… Andas muy distraído, chiquito, encontré tu control en el cajón de las cucharas.

Tragué saliva. Aquella señal era el principio de la debacle, la bandera de salida, el semáforo en verde, el pistoletazo del maratón de nuestra ruina.

El siguiente paso fue pedirme un juego de llaves y al día siguiente, cuando me preguntó si se veía bonita, regalé al gato. Yo temblaba como el cerdo que se sabe cena.

Finalmente se fue. Quizás mi miedo la ahuyentó o yo no entendí el propósito de esa fase nuestra. Fue poco antes de que me dijera:

-Te amo.

-¿Eh? Interesante.

No puedo decir más al respecto. Quién dice que el juicio final no está cerca. Less you know, best you live!

Mi vida volvió a ser el guión de la peor película de Alfonso Zayas.

Meses después de aquello, un amigo y yo bajábamos unas cañas de cerveza en conocida cantina del centro mientras veíamos a un par de borrachas flirtear con el mesero para que les hiciera un descuentito y charlábamos sobre la manera como el destino y sus vueltas de carrusel se ensañan con uno.

-He invitado a una chica, si no te molesta –me dijo.

-Para nada –dije con bigotes de espuma–. Pero cuéntame, ¿de dónde salió?

-Es de tu círculo.

-¿Ah, sí?

-Oh, sí, justo va entrando, mira.

Al voltear observé que Alabama iluminaba la cantina con ese halo perpetuo de luz azulosa y alzaba la cabeza para tratar de encontrarnos.

-¿La conoces?

-¿Tienes gato?

(Btxo, 2015)

jueves, 14 de mayo de 2015

Cosa de matices entre trolls y stalkers

Ser un stalker, es decir un buen stalker, tanto como un troll, tiene su chiste. No obstante, al primero no lo aplaudo a menos que se trate de un caso del que dependa algo importante. Por otro lado, respeto al buen troll.


Definir un buen troll: sutil, directo, culto y fino.

Dicen que entre trolls no se joden el post, como en el caso de los gitanos… Pero si se trata de un buen troll, como muchos que conozco y que presumen las características de un buen troll, resulta una delicia.

Entre la pléyade de usuarios que conozco en Twitter y Facebook destacan dos de los mejores trolls que he visto en acción (en mi muro) muchas veces: Roberto Marmolejo Guarneros, tremendo periodista y ácido como limón viejo; y Francisco “Zappa” Zamudio, periodista y analista musical. ¡Par de hijos de su cómo los quiero, bestias! Se ponen al nivel y ponen a parir.

Hace unos días un buen amigo me señalaba que lo troll se me daba de forma natural a partir de un par de publicaciones que hice, esas que yo llamo bombas de tiempo y que funcionan para atraer usuarios específicos con actitudes específicas. Luego se arma un relajo y me salgo de puntitas gracias a “Detener notificaciones”.

No, eso no es trolear. Trolear es responder de manera ingeniosa, dura y venenosa (inclusive legendaria) alguna publicación ajena. Y tengo una regla: “jamás trolearás una buena o mala noticia de índole personal”. A los hackers que se dedican a robar información y después destrozar el sitio blanco se les llama de sombrero negro; en este caso, a los trolls que no cumplen la regla dictada anteriormente se les puede llamar trolls de poca autoestima. Ese tema ya se ha tocado anteriormente.

Pero el troll también puede convertirse en un stalker con los mismos matices.

Hará poco menos de dos años tuve una relación sentimental, que duró pocos meses, con una stunning woman (y cuando digo stunning woman no exagero) que hoy es mi amiga y a quien le profeso una admiración y un respeto de corte cuasi religioso. Es esa clase de persona que cuando llegue el cataclismo mundial te gustaría tener de tu lado. Es también mi amiga @ Facebook y seguidora @ Twitter y demás.


Como casi no tenemos una relación personal a causa de miles de ocupaciones, tratamos de mantenernos al tanto en las redes sociales likeando y tuiteando y comentando y demás. Luego resulta que anduvimos en los mismos eventos sin toparnos.

Hace un par de días me llegó un correo electrónico de mi amiga (raro en ella) en el que me señalaba sentirse molesta porque dos contactos míos en Facebook comenzaron a likear sus comentarios en pláticas que teníamos ella y yo, y no sólo eso sino gracias a un par de aplicaciones descubrió que ambos contactos tenían impactos consecutivos en su muro (es decir: se metían a ver) sin ser sus propios contactos, es decir que la estaban stalkeando.

Sé que diremos que Facebok tiene una configuración para evitar que contactos ajenos entren a tu muro y le den like a tus comentarios sino hasta que te roben las fotos (es posible detectarlo), pero también ninguna persona está obligada a configurar su red social de esa manera. ¿Por qué? Porque uno presume que los contactos de tus contactos son personas educadas y respetuosas. En este caso no fue así.

El problema es que se trata de dos personas (hombres) que conozco muy bien y con quienes tengo una relación, digamos, cercana.

Estoy tan apenado como cuando me dijeron en el kínder que mi hijo se defendió de un bully diciéndole (por mis consejos babosos) que había nacido con traje de buzo (ahí saquen sus conclusiones). XD

¿Qué clase de persona entra a un muro para robarse una fotografía de una mujer sumamente atractiva? Ya sabemos para qué se utilizan esas imágenes.   

Una de las bellezas de internet es que sólo en pocos casos tiene cierta regulación, a diferencia de otros medios, no obstante, eso no te da derecho a mostrar poca y mala educación haciendo sentir incómoda a una persona, hombre o mujer, para tu satisfacción personal.

No voy a ejercer ninguna clase de acción en contra de estas dos personas, ellas solas leerán esto y se irán de Facebook sin que se note la ausencia, o bien actuarán con cinismo, pero lo cierto es que los tengo muy bien identificados y están a dos de que mi amiga haga la denuncia correspondiente a los administradores de la red con las pruebas pertinentes.


No, no soy ningún mojigato ni ningún ente con doble moral, pero a mi gente la respetan. Es por ello que de MI muro, como dije antes, yo soy el editor, el censor, el inmolador de quienes actúan de esa forma o publican comentarios vulgares, sexistas, homofóbicos, etcétera.

La idea es convivir. ¿No lo habían notado?

Para aprender más sobre reglas en internet: Netiquette | Reglas de comportamiento en Internet y redes sociales


(BTXo, Coyoacán 2015)

sábado, 9 de mayo de 2015

El síndrome de Jon… y el amigo imaginario

Cuando era niño, ante el desinterés voluntario o involuntario de mis abuelos que me cuidaban, me encerraba en un armario a leer auxiliándome de una lamparita. Entraba cuando aún había luz en la calle y salía al oscurecer. Desde entonces mi relación con la luz y el sol se fracturó.

Pero lo importante de esto es que si no leía me dedicaba a platicar con mi amigo imaginario, que en el menos peligroso de los casos era yo mismo, un desdoblamiento de mí mismo que, obviamente, me conocía a la perfección y me daba los mejores consejos (vaya loco).

La abuela de una novia que tuve comentaba las incidencias de la novela de la tarde con su perro. No me lo contaron, yo lo vi. Mi madre me confesó también, así muy exenta de la pena, que en esas mañanas de soledad hogareña bien platicaba con el perro bien con sus muñecas (una de ellas, Sally, con catadura tenebrosa). Mi abuelo, que era proyeccionista de un cine y pasaba tardes y noches de amplia soledad, seguramente también tenía alguien, o algo, con quien platicar.  

Un amigo imaginario es ampliamente necesario para equilibrar la salud mental, sobre todo para quienes vivimos en soledad y oscuridad. Se trata de un eufemismo que, en términos computacionales, se denomina: desfragmentar el disco duro.


Y también platico con “eso” en voz baja cuando viajo en avión. Tengo dos cábalas infaltables cuando me trepo a una aeronave de la que no sé si saldré vivo: al llegar a la puerta, después de recorrer el gusano, me detengo y, ante la mirada de la azafata que me recibe, coloco un beso en mis dedos índice y medio de la mano derecha y adhiero el ósculo al fuselaje del armatoste; el otro rito comienza dos días antes de volar: me siento a ver accidentes aéreos en YouTube para ponerle un dique a las casualidades: sería muy curioso que justo después de ver cientos de accidentes aéreos mi avión se cayera. Ya arriba del trique me encasqueto los audífonos y platico mentalmente con mi “eso” personal.

Hace unos meses, casi siete, solo en casa hice un comentario en voz alta y alguien me contestó. Creí estar loco. Miré para todas partes y no vi a nadie más que a mi gato Totoro que fijamente me clavaba esas canicas azules que a veces dan miedo. Sin dejar de verlo, repetí: “Qué bien toca el deadmau5”. Y el gato, sin inmutarse, dijo: “Sí, pero tampoco te claves”. Ehm, ok.

Desde entonces el Totoro (qué trabajo hallarle nombre al otrora Cat Stevens) y yo eslabonamos sendos coloquios por demás interesantes.

Fue entonces que lo eché de menos en mi pasado.

“Empezamos en el sillón y acabamos en el suelo… Luego no volvió”, le platiqué mientras bebíamos mate y él, mirándome fijamente, con ese porte de gerente de joyería, me dijo: “Si yo hubiera estado aquí eso no sucede. Debes aprender a cuidarte, tú eres tu mejor amigo”. “Eso te lo birlaste de un capítulo de Los Sopranos”, le dije. “¿Y qué crees que hago cuando no estás y dejas los controles a la mano?”.  

Aquellas charlas elevadas de profunda prosapia son constantes. Alguien me preguntaba, ingenuamente, si en verdad yo creía que Totoro me respondía. “Efectivamente”, le dije, y no por estar loco, sino porque en los tiempos que corren, de estrés y recogimiento, es necesario tener salidas de emergencia.

¿Acaso ustedes no platican con su amigo imaginario? Si la respuesta es negativa porque consideran que hablar a solas o con “eso” es de locos, bueno, es necesario que acudan a un profesional de la salud.


(Btxo, Coyoacán, 2015)