Por Btxo
El día que Robert
Plant se mudó a mi edificio (1 de 3)
La nueva vecina, que es psicóloga, ya se ganó el desprecio
de otra vecina, que es divorciada y solterona –y por ende malhumorada–, porque
la primera de viernes a sábado y de sábado a domingo digamos que inunda el
hueco de las escaleras, cuyo eco es poderoso, con los gritos con que nos
sugiere, digamos, que su novio debe ser muy buen amante. Bien por él. Y por
ella, supongo…
La vecina rijosa expuso su queja en una minijunta vecinal
con sede en el primer rellano de las escaleras, a la que asistimos quienes
vivimos en este edificio, y nos señaló que semejantes clamores, que comparten
tesitura con los de Robert Plant, podrían confundir la percepción del amor que
tienen sus hijos adolescentes…
-Nada peor que los espectáculos que dabas con tu marido en
tu sala cuando seguías casada
y no cerrabas las cortinas –profirió otra vecina en defensa de la soprano
recién llegada.
-¿Te molestan los gritos? –me preguntó un buen vecino que es
fotógrafo, recordando que Robert Plant vive en el departamento debajo del mío.
-Prefiero eso que los alaridos de un bebé o los de una
madre (miré de soslayo a la rijosa al enfatizar la palabra “madre”) que les
grita a sus hijos por cualquier estupidez.
-Efectivamente –dijo la señora Laurita aferrándose a su
tejido.
-¿Eso quiere decir que tenemos que aguantar los resultados
de la coged…?
-¡No seas soez! –arremetió la señora Laurita–. Y tampoco
envidiosa, la muchacha está joven y disfruta sus noches.
-Gracias por lo que me toca –dije al aire.
-¿Tú eres quien la pone así? –preguntó Laurita con los ojos
como los del gato Tom cuando ve que su cola está en llamas.
-No, pero dijo “la muchacha está joven” y debe tener como mi
edad –sonreí.
-Oh, de nada, pues, joven –enfatizó y nos carcajeamos.
Así concluyó la minijunta.
-Yo ni he escuchado nada –se lamentó hondamente el fotógrafo
veterano mirando la punta de sus zapatos.
Esto fue hoy en la tardecita y hace rato la castidad de mis
audífonos fue violada por el concierto en Orgasmo Mayor con el que la nueva
vecina colorea, digamos, las noches otrora aburridas del edificio. Entonces
supe que debía hacer algo, así es que bajé por mi vecino Juan, el fotógrafo, y
lo invité al rellano de mi escalera.
-¿Para qué? –preguntó todo empijamado.
-Tú ven y tráete los cigarros.
-¡Qué maravilla! –dijo cerrando los ojos para escuchar el
concierto.
Coyoacán, 3 de septiembre
de 2016
El día que conocimos
al novio de “Robert Plant” (2 de 3)
Resulta que cuando se arregla, la nueva vecina, sí, la de
los alaridos emparentados con la capacidad vocal de Robert Plant, parece la
hermana guapa de Bárbara Mori. Ahí les encargo.
Y todo esto lo supe porque hubo junta vecinal, en la que no
me aparecí por estar enfermo, y la interfecta se apersonó para ver si, de pura
casualidad, el lío de sus gritos estaba en la orden del día. Según supe, nadie
dijo nada pero, por lo que el espía me contó, todo el mundo los tenía en mente.
Pero aquí viene lo bueno, porque resulta que hace rato subió
mi vecino Juan, el de los cigarros, para contarme el chisme, como todo buen
vecino, y para decirme también que al parecer todo se había olvidado.
Yo le dije que estaba bien, que lo mejor era archivar el
caso y dedicarnos a lo nuestro; que los chismes de condominio son los menos
agradables porque el chismeando (así como el educando) siempre queda mal, como
le pasó a la vecina solterona.
No obstante, el buen vecino me dijo que no todo acababa ahí,
porque él ya había visto al generador de la gritería, al menos de reojo, y
quería confirmar sus sospechas porque, en sus palabras, “francamente el hombrecillo
me parece poca cosa. Se parece a Carlitos Espejel, el Chiquidrácula”. ¿Cómo
está eso?, pregunté asombrado y, por una de esas extrañas concatenaciones
astrales, escuchamos la inconfundible (de veras inconfundible) voz de la vecina
que venía subiendo las escaleras acompañada de alguien.
Discretamente (¡ajá!) nos asomamos por el barandal, con el
riesgo de precipitarnos escaleras abajo (yo ya me caí una vez en esas escaleras
y de espuma no son, a pesar de la anestesia proveída por medio frasco de
whisky), y vimos al Chiquidrácula (pobre, estrenó apodo) esperando a que Robert
Plant abriera la puerta de su casa mientras aquél pasaba su brazo entero, como
una especie de anaconda autónoma, por el talle del cantante de Led Zeppelin.
Un segundo después, mientras Robert Plant entraba al
departamento, el Chiquidrácula, quizás sintiéndose observado, echó la vista
arriba y vio un par de ojos suricatos mirándolo atentamente; sonrió como una
comadreja. Luego entró.
Míralo nada más al cabroncito –le dije a Juan–, sin tacones
ella le saca una cabeza– luego moví la mía de lado a lado con el gesto
universal de la negación.
“Estúpido escuincle suertudo”, dijo Juan pero lo atajé.
¡Un momento! –espeté–. Aquí no hay espacio para la envidia,
querido Juan, más aún, por el contrario, me parece que, con toda justicia, ese
hombrecillo como lo llamas merece un monumento. Aunque sea uno chiquitito.
“Tienes razón”, dijo echándome una mano en el hombro. “Eres
un hombre justo”.
No aplaudimos para no hacer más alharaca cuando comenzó la
gritería. Luego Juan cambió el tema: “¿Cómo ves a los Pumas? De mal en peor,
¿eh?” Asentí y, como en el final de una película, la cámara se alejaba
lentamente dejando a dos hombres comunes platicando de lo que el mundo mortal
les había arrancado.
Coyoacán, 29 de
septiembre de 2016
El día que Robert
Plant me invitó una copa de vino (3 de 3)
Las escaleras de un edificio a media noche pueden contener
un gran abanico de sorpresas y también te permiten saborear el riesgo que
supondría abrir la caja de Pandora en la intimidad de tu habitación o escudriñar
los cajones de una fanática del sadomasoquismo que te espera en la cama.
Hace un par de días, de regreso de un evento francamente
doloroso, ataqué las escaleras de mi edificio sin pensar en nada más que
echarme en la cama con la sutileza con la que se nos resbala la tapa del retrete.
No obstante, mis pasos nocturnos y mi mirada pegada al piso
eran perseguidos por el taconeo incesante de quien me acechaba por detrás, a
distancia prudente, pero que me alcanzó gracias a la inutilidad de mis piernas licuadas
que con trabajos intentaban franquear cada uno de los escalones.
Al llegar al cuarto piso escuché un “buenas noches” bastante
amable, con la voz como un trino, y me detuve. Giré lentamente, seguro de lo
que iba a encontrarme y pude confirmar que, en efecto, quien me saludaba era la
vecina cuyos gemidos de placer se asemejan a las variantes vocales de Robert
Plant en Immigrant Song, y que
lideran el Top 10 en la popularidad masculina del condominio.
Tragué saliva amplificando la onomatopeya del gulp! y devolví el “buenas noches” con la
poca cordura que me quedaba. Frente a mí veía de pie a un monumento orgánico de
cabellera lacia y negra que habría hecho rabiar de envidia a cualquier
escultura de Auguste Rodin.
-Tú eres El Bicho, ¿no? –preguntó la escultura moviendo los
hombros y a mí se me aflojaban los esfínteres–. Sí, me han hablado de ti y
regularmente escucho buena música que sale de tu departamento.
-Eeeeeh… =S
-Sí, me han dicho que eres de los pocos residentes casi
originales del condominio.
-Eeeeeh… Ajám.
-Oye, mucho gusto, yo soy (…) Me dicen que eres periodista,
¿no? –me tendió su mano suave y blanca como un ave recién nacida.
-Aaaahm… Ajám.
-¿Qué haces llegando a casa tan tarde?
-[Onomatopeya de uñas rasgando un pizarrón] Eeeeeh…
-Oye, me he enterado, pasa si quieres platicar al respecto,
yo no tengo sueño y regularmente me duermo tarde.
-Aaaahm…
-Conozco tu gusto musical porque estos departamentos dejan
pasar toda clase de ruidos –dice negando con la cabeza y agitando esos rulos
que deberían ser protegidos por la UNESCO.
-[Onomatopeya del gulp!]
Eeeeeh, así es.
-¡Dios míos! (sic) Ojalá
que no todos… –dijo ruborizándose un poco y frunciendo la narizzzzzz...
(Oh, por Dios)
[Laguna mental con sonido de fondo de unas llaves abriendo
una cerradura]
-Pasa, acompáñame para platicar. ¿Quieres una copa de vino?
–dijo y, detrás de mí, escuché el sonido de puerta que se cierra con la
violencia y el hermetismo de la compuerta de un submarino o el portón del
calabozo.
-Aaaahm…
-Tienes un gato, ¿no?
-¿Cómo sabes?
-Lo escucho maullar cuando sales de tu casa. Sirve el vino,
está ahí en la cantina, detrás de ti –dijo sentándose en el sofá, cruzando las
piernas y arrellanándose en el sillón con una orquesta de huesos y vértebras acomodándose.
Después de una charla en la que abundaron las onomatopeyas,
la vecina de abajo, o Robert Plant, me dice:
-Siempre es grato platicar con alguien y esperar el amanecer
con compañía, regresa cuando gustes.
-Aaaahm…
-Total, al parecer en este condominio nada es secreto y esa
es una ventaja para los dos, ¿no crees? –sonrisa.
Volví a casa con la tenacidad del soldado que no ha sido
herido en la refriega. Sólo pensaba en Juan, el vecino de los cigarros, quien
con seguridad moriría de envidia al saber que la cuarta dimensión había sido
violada. Imaginaba, mientras me desplomaba en la cama, su gesto de angustia y
regocijo, y esa palmada en el hombro que se le da al compañero kamikaze antes
de subir a su avión…
Coyoacán, 30 de
octubre de 2016