A ver, el empoderamiento –término sumamente manoseado en estos últimos
años, sobre todo por grupos sociales que creen defender a ciertas minorías– es
una herramienta, o condición personal adquirida con base en la educación,
derivada de su rol social, cuya función es tener la capacidad de tomar
decisiones informadas. No obstante, existen quienes confunden el significado
con creerse poderosos violando el significado de otredad.
Resulta curioso, por ejemplo, que quienes se dicen integracionistas e
inclusivos, se congratulen de un video enteramente sexista, que trata de
demostrar que las mujeres son mejores que los hombres. ¿No hay una
contradicción en eso? ¿Qué pasaría si fuese al revés? Claro, dejaría de ser
gracioso, ¿verdad?
Hace poco veía un video en el que dos soldados arrestan a uno de sus
compañeros que cayó en una falta, mientras pobladores, quienes los triplican en
número, los atacan con golpes y proyectiles sin que los castrenses respondan a
la agresión. Pero claro, en el momento que los soldados reaccionen en su
defensa, entonces todo se volteará y los llamarán represores.
Ése es justo el problema del chairo promedio: recolectar términos
desconocidos y hacerlos propios sin tener meretriz idea de su significado y,
sobre todo, de su uso dentro de la convivencia social.
Ahora bien, otra contradicción del chairo empoderado recae en la
repentina aceptación del término “chairo”, claro que desde su posición de ceguera
indeleble, cuando anteriormente exigían que se les dejara de llamar así. Pero, por
supuesto, hoy que el chairismo tiene a su prócer en la cima de esa farsa
llamada elecciones, su falsa jocosidad los lleva a adoptar el término pero no
desde un análisis personal sino desde una posición aparentemente jocosa que
resulta vergonzosa. Incluso el burlarse de uno mismo tiene sus límites.
En la película Easy Rider (Dennis
Hopper, 1969), que miraba en Netflix por la tarde, los personajes de Billy y
Wyatt “Capitán América”, magistralmente interpretados por el mismo Hopper y
Peter Fonda, respectivamente, llegan a una comuna jipi de la época en la que sus
habitantes enarbolan el amor y la paz como sus estandartes y, sobre todo, la
teoría del DIY (do it yourself) que invita a sembrar su propia comida y a pedirle a
Dios, y quizás a los signos del zodiaco, que no deje de llover (¡reverenda
estupidez!). Y justo esa comunión de libertades, explotada en un cerro alejado
de la modernidad, ya en los ochentas, cuando se dio el estallido del
capitalismo exacerbado, muy de los libros de Bret Easton Ellis, se percibía
como utópica y caduca.
Lo más sorprendente es que el chairismo radical, a casi dos décadas de
haber comenzado el siglo XXI, bregue con enjundia ignorante por el establecimiento
de algo sumamente similar al denostar a las marcas transnacionales, y
nacionales, que es lo que más asusta porque brindan fuentes de trabajo, para
promover una colaboración más bien orientada no a la era jipi sino a la era
paleolítica. Ya quisiera yo ver a esos anticapitalistas pasar de sus tenis Nike
o Puma, que lucen orgullosos en sus marchas sobre Paseo de la Reforma; o
dejando de ir por su cafecito a Starbucks para comentar, y celebrar, la
encuesta del diario Reforma que ubica a AMLO por encima de sus rivales.
Esos mismos que utilizan sus teléfonos de alta gama para transmitir por
Facebook Live o Periscope las incidencias de la marcha. ¿Pues no que hay que
hacer todo de forma artesanal?
Y quizás, ya resumiendo, lo más peligroso es que estas elecciones serán
decididas por una preocupante nacionalización de la ignorancia. No existe más
conciencia social entre los electores, quienes se niegan a informarse más allá
de lo que mienta su candidato, el que sea, con un entusiasmo pariente de la
embolia, porque en este país ya nadie lee, ya nadie se informa por más de tres
minutos en internet, y mucho menos en papel, a menos que sean novelas sobre el
narco, mismas que mejor ven en Netflix, haciendo apología a eso que tratan de “combatir”.
Las masas “empoderadas”, como sea que acuñen el término en su
ignorancia, son sumamente peligrosas si las emparentamos con una frase de
Ludwig Feuerbach: “El hombre dice de Dios aquello que cree de sí mismo”. Es el
efecto espejo que, en estos instantes, los ubica como los ciegos bajo el cobijo
del tuerto.
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