Mi hijo y yo teníamos planeado asistir a un concierto
acústico el 30 de abril de 2016, para festejar el Día del Niño. Era una buena
oportunidad para hacer algo diferente que nos divirtiera y, de paso,
enriqueciera nuestro bagaje cultural. Nos citamos a las 10 am en el lugar de
siempre. No obstante, ayer por la noche me envió un mensaje de Whatsapp a través del móvil de su madre:
“Debo acudir a un importante compromiso temprano, nos vemos más tarde”. Lejos
de molestarme, llamó mi atención que a sus 10 años tenga que cumplir con un
compromiso “importante” y que, encima, me lo comunicara con tanta seriedad. Le
di crédito y lo dejé ir por la vida.
En ese momento recordé que hace siete años, cuando lo
llevamos a su primer día en el kínder, sentí cierto deje de tristeza porque a
sus tres años de edad comenzaba a tener responsabilidades. Para un niño tan
pequeño tres años de vacaciones no me parecían justos. Yo sentí tristeza y
orgullo y su madre no paró de llorar cuando el pequeñajo se soltó de nuestras
manos y corrió al jardín del kínder, atraído por los colores y los juegos y los
demás niños de su edad. Al volver al coche su madre y yo escuchábamos, del otro
lado del muro decorado con motivos de Bob Esponja, esa risa característica que
denota que a nuestro hijo el mundo le viene guango. Siempre ha sido así.
El plan del concierto fue archivado en el gabinete de las
buenas intenciones y en lugar de orquestar un plan B decidí que lo mejor sería
improvisar. Dicen que los planes más descabellados son los mejores así que opté
por el misticismo.
Llegando al lugar de la cita me di cuenta que el buen Leo
creció unos centímetros y comienza a dejar atrás a su padre (cosa no muy
complicada) en esa carrera (ya perdida) de alcanzar el sol.
El objetivo del plan seguía intacto: festejar el Día del
Niño y, con el concierto ya empezado, Leo sugirió ir a ver Civil War por la promesa de que aparecen Ant-man y Spiderman, sus superhéroes
favoritos (como que le da por las minorías al chicuelo), aunque siente cierta simpatía
por Deadpool porque “es más como tú,
papá”… ¬¬ No quise saber a qué se refería.
Y aquí viene el momento en el que un hijo ve a su padre como
a un superhéroe, porque la amena charla que traíamos en el trayecto, respecto a
las ventajas de los Mig rusos sobre
los cazas norteamericanos, se suspendió al ver que la fila para comprar boletos
estaba tan nutrida como cuando regalaban leche contaminada en la Conasupo a las
cinco de la mañana (ustedes perdonarán el comentario de chavorruco tan
desfasado). Y, amén del personal, sorprendía el murmullo que brota de esa masa
humana y no sólo se esparce sino va aumentando de volumen. El pánico repentino
no es exagerado.
Pero ¡claro! A quién se le ocurre ir a ver Civil War el Día del Niño, en fin de
semana de estreno ¡y en quincena! Huir no habría sido descabellado. Huir rumbo
a las escaleras eléctricas, salvando tu vida y gritando algo así como “mejor
regresamos cuando haya pasado de moda”.
¡Pero no! ¿Cómo este par huyendo? ¡No, señor! ¡No en esta vida!,
como clamaba Junior Soprano. Si ya sobrevivimos a un Pumas-Chivas en CU
comprando los boletos ese mismo día, una película de superhéroes el Día del
Niño, en fin de semana de estreno y en quincena en Plaza Universidad debe ser
como jugar matatena, coser o preparar panqueques. ¡Arre! ¡A por ellos! ¡Por
Frodo! ¡Y nos formamos!
Y aquí arranca el poder de visión de rayos equis
extragamamilultrasúperchingona de los dos lanzando ojeadas a las salas y funciones
que iban llenándose y Leo me gritaba desde afuera de la fila: “¡La sala 1 ya se
llenó! ¡La sala 8 está en español! ¡Qué tal en 3D!” Una sincronización
perfecta, el engranaje brutal, trabajo en equipo y el pulgar al aire cuando
tuve los boletos en la mano: 3D y en español para no perder detalles. Encima:
2x1 para cuentahabientes de cierto banco si pagas con plástico.
¡Ámonos, recabrón, lo logramos! ¡Poder Vargas! ¡ArreMachínMatehuala!
¡Vamos por unas hamburguesas para hacer tiempo! Pero, suspendiendo el mordisco
a la BigMac, descubro que la taquillera, quizás presa de los nervios por tener
encima las prisas y los cientos de pares de ojos de semejante hidra observándola,
nos dio mal la función. Y todo fue comer aprisa y salir corriendo a las
taquillas a armar un sainete olímpico, un tongo imperial, un berrinche de las dimensiones
de Kylo Ren en sus momentos más emo. Porque
se te sale lo Hulk, la neta. Tanto bregar para que a ésta se le salte la
función. Y todo fue correr entre la gente, adultos estorbosos, niños en
esteroides gritando y corriendo por todas partes, embarrándose contra ti y de
repente alguno en la confusión te toma de la mano y te dice “papá” y tú lo
sueltas y te alejas; minions por todos lados, pequeños trols acechándote con
sus manitas venenosas y grasosas y pegajosas por la cantidad de caramelo que
consumen. Y los padres llamando a sus hijos y Leonardo, a media carrera,
gritándome: “¿Por qué tanto escuincle se llama Leonardo?” Afortunadamente nos
cambiaron los boletos y conseguimos buenos asientos.
Luego, la fila para comprar gusguerías. Ya llevábamos las
hamburguesas digiriéndose pero un chesco, o un ICEE, o unos Nerds nunca están de más, en ninguna
situación, pero la banda del resto del mundo decidió formarse al mismo tiempo para
comprar dulces y hotdogs y palomitas de sabores radioactivos bañadas en
mantequilla de procedencia dudosa. Al ver el panorama, nuestra cara fue la del
centro delantero que acaba de fallar el penal decisivo en una final de la Copa
del Mundo. O como la de Luke Skywalker, que debió ser la misma que la de la
Virgen María, cuando les dieron semejantes noticias.
-Esto sí va a estar más cabrón –dijo Leo ya de plano con la
decencia extraviada y ubicándose en nuestra realidad de mendigos de la paz.
Pero para eso está papá, ¡cómo no! Si papá aprendió a
robarse botellas cerradas en las fiestas de XV años de sus compañeritas… “Vamos
al baño”, le dije al cancerbero que custodia la frontera que divide a los
mortales que compramos boletos regulares y aquellos que gozan de su estatus
VIP. Y sí fuimos a escanciar nuestras micciones, aprovechando el viaje, pero
comenzamos a husmear, con la vista fija en los carteles de los próximos
estrenos, y nos metimos a esa zona tan brillante y aséptica como el pasillo de
detergentes en Target, y nos formamos
para comprar cochinadas. “Papá, ¿no crees que ya estamos exagerando? Esta gente
es muy especialita”, decía Leo con cierta precaución, pero el ánimo ya no
estaba para menudencias.
-Dos ICEE azules y un Snickers,
parfavaaaar… – dije con la naturalidad de quien trae un billete de 500 en la
cartera para cualquier eventualidad y pagué con tarjeta… de nómina. xD
Ya en nuestros asientos todo parecía instalarse en la calma,
pero, sentados de la mitad de la sala hacia arriba, vimos subir a un hombre con
muletas, acompañado de su familia: mujer, bebé de brazos y chiquillo de siete
años disfrazado de Capitán América. El hombre se apoyaba en sus piernas
maltrechas y lanzaba las muletas al frente para alcanzar el siguiente escalón.
Parecía demasiado audaz, muy familiarizado con el proceso pero, de pronto, por
esas cosas que uno no se explica, le falló el equilibrio. Lo vi arquear su
espalda hacia atrás, a unos metros de mí, en cámara lenta. Mi primer impulso
fue saltar hacia él, pero no llegaba. Ya lo veía rodando escaleras abajo y
pegándose un porrazo contra el barandal de fierro. Afortunadamente se apañó de
la alfombra de la pared con la mano derecha, sin perder la muleta de ese
costado, pero la otra muleta salió volando, peinando a un espectador, y
rebotando en los escalones con un sonido de rebotes metálicos que llamó la
atención de la sala repleta, todo musicalizado por los gritos de su esposa. Su
brazo y pierna izquierdos quedaron en el aire, descompuestos, sin control, como
dos tentáculos con voluntad propia, ante su mirada estrábica y de pánico. Sin
saber cómo, con un mismo movimiento salté del asiento y le di un empellón en la
espalda al hombre, para equilibrarlo, recogí la muleta y se la entregué a esa mano
que trataba de asirse del aire. Juro que creí que el nazareno se despatarraba,
se medio mataba, acababa el trabajo contra sus huesos que la naturaleza había
comenzado con cierta saña. Agradeció y siguió subiendo y yo sólo recordaba esa famosa
línea de Travolta en Pulp Fiction: “¿Ya
puedo irme a mi casa a que me dé un infarto?” Cuando volví a mi asiento mi hijo
empuñó su pulgar en el aire y me dijo: “Vientos, papá” y la sala me aplaudió.
Encima exhibido. u.u
El resto de las dos horas y garra que dura la película fue
gritar y reírme más bien para sacar el estrés. Aplaudí al final y me llené de
vergüenza cuando Leonardo, al terminar la escena cumbre, gritó: “Ese piiiinche
Capitán América debió entregar al Soldado del Invierno”. En fin.
¡Feliz Día del Niño!...
Y de la Niña, pues… hay que ser políticamente correctos ;)
B7XO, 2016
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