La concatenación
de los últimos días me llevó a dar un giro inesperado, un golpe de timón, o
quizás, mejor dicho, un volantazo de borracho.
La idea comenzó
marcándose a fuego en el departamento de los pendientes, y después de dicha
concatenación, se insertó en el cajón de las urgencias, capitaneándolas a
todas.
La última vez
que fui al Desierto de los Leones fue hace doce años, en compañía de quien yo
entonces imaginaba que sería la mujer que me acompañaría el resto de mi vida. [Coloque usted aquí cualquier frase hecha
referente al destino] Y por una razón que aún no logro ubicar, de pronto
sentí que aquel sitio era perfecto para arrancar a mi hijo Leo de las fauces de
la modernidad y darle unos brochazos de naturaleza. Tengo la impresión de que
es un paso obligado en la carrera de cualquier buen padre. El mío lo padeció
también. Pero la idea era tener una verdadera aventura, no subir a un automóvil
y recorrer esa carretera de puras cimas entre casonas de ricachones vetustos y
mansiones que son epítome de la narcocultura, así como casas de seguridad para
secuestros, mientras escuchamos la radio o algún disco compacto con los éxitos
del momento: eso no es una aventura. Y quizás las aventuras en cierta zona de
confort son inútiles, pero, sin duda, “son las cosas inútiles las que hacen la
vida” (Jordi Soler, dixit), así es que mi hijo y yo comenzamos el recorrido en
una estación del metro y concluimos ante la fachada del convento de los cuatro
perpetuos perennes (sic).
Armados con nada
más que dos gorras, un teléfono celular (que resultaría inútil), 300 pesos,
bloqueador solar y dos botellitas de agua, Leo “el pintor” Vargas y yo viajamos
más de una hora en un camión RTP, mientras observábamos no sólo cómo íbamos
dejando la ciudad atrás, sino también debajo de nosotros. “Qué grande y bonita
se ve la ciudad desde aquí”, dijo mi bien entrenado vástago chilango. En el
título del texto no hay un error, porque uno de los motivos ocultos que me
movieron a realizar tan disparatado viaje era que Leo “leyera” un poco de
realidad, misma que se manifestó con el primer vendedor ambulante del tipo “no
vengo a decirles que acabo de salir de un anexo” que subió al camión para
vender paletas.
-¿Qué opinas?
–le pregunté al “pintor”.
-Pues que está
bien, de alguna forma el hombre tiene que mantenerse –dijo alzando los hombros.
No hay
sorpresas, es una respuesta del tipo que me daría cualquiera de mis amigos con
más de un libro al año.
Lo
verdaderamente exótico comenzó al llegar al pueblo de Santa Rosa. El conductor
del autobús, atendiendo mi petición, me dijo: “Desde aquí salen los taxis al
convento”. Yo no veía ninguno, y comencé a sentir que esta aventura estaba saliéndose,
humildemente, de la zona de confort. Nos bajamos, ¡y cómo no!, porque a saber
dónde pararía el autobús, en una de esas postales que uno ve pasar por la
ventanilla cuando viaja seguro en su propio automóvil.
-¿Y ora?
-Pues busquemos
el taxi, papá.
El autobús,
nuestra mínima y precaria zona de confort se alejó levantando oleadas de polvo,
y yo me sentí, con mi hijo de la mano, abandonado en la calle principal de Yuma
City, a mitad de un duelo entre vaqueros y, para colmo, estorbando a los
duelistas. De pronto desde un vocho verde, quizás parte de la camada de
prototipos que maravilló al mismo Hitler cuando mandó a hacer el escarabajo, y
que parecía haber sido recientemente masticado y escupido, salió una voz
meliflua que decía: “Yo los llevo al convento por 60 pesos”.
-¿Ya ves?, ya
agarramos taxi –dijo el pintor con una seguridad que rayaba en la sangre fría y
anduvo hacia el armatoste que, ya en el camino, parecía que iba a desarmarse
exclusivamente cada vez que el conductor metía el embrague.
Quise
preguntarle al pintorcillo si estaba seguro de su atrevimiento, decirle que
tanto arrojo me parecía imprudente, pero más imprudente hubiese sido echarle
diques a la aventura para cruzar el río con tranquilidad.
El conductor era
de lo más amable: “Aquí nací, gracias a Dios, y aquí me muero, soy producto
100% santarroseño”, y luego se lanzó con una seguidilla de anécdotas
interesantísimas sobre el lugar, nos enseñó la fastuosa casa que perteneció a
Lola Beltrán, y nos relató cómo Diego Verdaguer y Juan Gabriel compran sus
viandas en las tiendas del pueblo. El tipo presumía su maestría para conducir,
platicar, meter las velocidades y comerse un chocorrol al mismo tiempo, sin
ponerle riesgo al trayecto. Todo un guía turístico.
Ya en el
convento, pagamos 11 pesos por coco para entrar y lo primero que hicimos fue
buscar el baño para escanciar el producto de nuestra paciencia, porque la
petición renal era impositiva.
De camino, Leo
preguntó: “¿Aquí ya no hay monjes, verdad?”
-No –le digo de
mingitorio a mingitorio–, ahora sólo es sitio turístico.
Mientras
exprimíamos los grifos para intentar lavarnos las manos, la sonrisa de emoción
del pintor dio un vuelco y se convirtió en una mueca de pánico controlado
porque detrás de nosotros, esperando lavarse las manos, estaba un monje
descubierto, de casi 1.90 metros, con corte de taza y todo el hábito, aguardando
con paciencia para lavarse sus sacrosantas manos. La otra cosa peor era que no
había papel para secarse.
-Nos hubiéramos
secado en su batón –dijo el Leo, con simpática fiereza, mientras trataba de
digerir el susto.
El recorrido fue
fantástico, pillamos una visita guiada y para poder entrar en los pasadizos tuvimos
que comprar, por 20 pesos, una linternilla tan guanga que su haz de luz no alcanzaba
las paredes. Entonces me di cuenta que tras los pasajes, el taxi, los
chocorroles, el agua y la linternilla nuestras finanzas iban mermando. Pero no
sólo eso, sino que la guía turística, menos hábil que nuestro chofer, nos dejó
al amparo de un crío de unos cinco años con lámpara y un colmillo retorcido,
pero que no levantaba ni un metro de estatura, que sería nuestro guía en
semejante laberinto tan negro como el pasado de todos nosotros. Dentro de todo,
fue divertido. El pintor, inclusive, se enfrascó en una discusión con tres chicas
pubertas que jugaban al miedo, señalándoles que “sus chistes no tienen nada de
gracioso, ya maduren”.
Después de comer
quesadillas descendimos hacia el río, y en el trayecto, Leo se topó con otro
grado de realidad. Junto a las escaleras reposaban dos cruces, una de una
persona mayor, de unos 60 años, y otra de una niña de apenas dos años de edad,
que había fallecido en ese sitio. Las matemáticas de mi hijo fueron efectivas:
“¡Era una bebé! ¿Qué le habrá pasado?”, comentó y no supe qué decirle, creí que
el silencio era más elocuente, pero éste aterrizó sobre nosotros con la
placidez y la paciencia con que el buitre se posa en el hombro del moribundo. Conjeturamos:
-Quizás se ahogó
–dije.
-No, la cruz
estaría junto al río o en la cascada. Pero está en las escaleras, entonces se
le habrá caído a su madre de los brazos y rodó escaleras abajo –de nuevo la
sangre fría.
“Este tipo
debería ser escritor”, pensé. Después: “Escritor, científico (quiere ser
científico) y pintor… Vaya manera de darle poder de vaticinio al momento de escoger
nombre para tu hijo”.
Para sacudirnos
al buitre, organizamos una carrera hacia arriba en una pendiente del cerro que
consideramos, dadas nuestras edades: uno muy joven y el otro viejo, que sería
menos difícil (error de mi parte, porque ¡estaba bastante empinada y agreste!).
Leo, poco hábil gracias al acoso de la tecnología, al principio tuvo problemas
para enganchar en las rocas, salientes, tierra suelta y raíces de árboles y
comencé a ganar terreno, pero para cuando llegamos al primer claro, el tipo
pasó vuelto una exhalación, un conspicuo pedo cósmico, demostrando gran
adaptación, y me dejó atrás, a mí, su padre, que apenas jalaba oxígeno para
respirar y decirle que lo tomara con calma. Era un pequeño cachorro de Leo-pardo
trepando como si en eso se le fuera la vida, lanzando brazos y tirando zancadas
como un dragón de Komodo, risa y risa, porque quizás descubrió que comenzaba a
ganarle a su viejo. Dos claros después frené. “¡Ya estuvo, no la jodas,
compadre!”, le grité. “¡Uno más!”, decía tan fresco y risueño como un
cervatillo, devorando terreno (de ahí el místico poder de las quesadillas
hechas con harina azul) en la mayor conquista de su vida. Ahí tirado me quedé,
viéndolo trepar, imaginando cómo sus músculos y tendones volvían a la vida,
dejando atrás el sofá, la cama, el pupitre, los juegos de video, la televisión;
pensando en sus pulmones filtrando la toxicidad de esa ciudad que tanto le
gusta, inhalando y exhalando, hinchándose como las gaitas del Batallón de San
Patricio.
Ya en tierra, a
la orilla del río, tendidos, guardamos silencio para escuchar la voz del agua
que susurra mientras corre y pule las piedras.
-¿Todos los ríos
del mundo están conectados, papá?
-Todos.
-Entonces, el
agua, hasta dónde llega.
-Sepa.
-Le da la vuelta
al mundo, yo creo. (Silencio) Gracias por traerme, pá –dijo y me besó la frente.
Después hicimos
patitos con rocas, fuimos a ver los gansos y el pintorcillo me preguntó:
-¿Qué haces
cuando no nos vemos?
-Salgo, voy a
muchos sitios, me gusta conocer lugares y gente nueva.
-¿Eso es
importante?
-Mucho.
-Más que el
dinero, ¿verdad?
-Más, hijo,
mucho más.
-Yo quiero ser
como tú.
Después
observamos un ejemplo de la naturaleza: en el río, una lombriz luchaba por
zafarse de una araña de agua que la tenía aprisionada. Se contorsionaba dentro
del agua, se hacía nudos y se recomponía con una maestría asombrosa para
librarse de su captora.
-Ayúdala –me
dijo.
-No –dije yo–,
sería entrometernos en el orden de las cosas.
-Qué me importa
–dijo y metió un palito para sacar a la lombriz, yo observando con un nudo en
el estómago, por el asco, hasta que la araña se cayó… ¿Su final? El Leo la pisó–.
Cabrona –susurró.
Ahí, entre la
naturaleza, mi hijo y yo nos reconectamos. Viajes, enfermedades, compromisos no
nos habían permitido vernos en casi un mes, pero todo fluyó.
-Tú y yo siempre
seremos uno –le dije.
-Mejores amigos,
papá. Siempre.
De vuelta, en el camión, mi mejor amigo se durmió en mi regazo, agotado, contento, con su arco y flecha que compramos y que atesoraba durante su sueño como si se tratara de un oso de felpa. Supe entonces que ese objeto inútil sería una representación mía, y que cada vez que lanzara una flecha al cielo, o al muro, o al gato, se acordaría no de mí sino de ese viaje que lo hizo uno con la tierra, y que sirvió para darle otro rostro a ese universo paralelo que vivimos juntos.
(México, 2013)
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