Hace un par de años, en el salón de un hotel en
Cancún durante un congreso científico, me encontraba platicando con un grupo de
reporteros sobre la serie de entrevistas en video que le hice al Dr. Gary Small, experto en investigación cerebral y Alzheimer de la Universidad de
California, y se me ocurrió mencionar que me gustaría charlar con un erudito de
la Universidad de Northeastern en Boston, investigador de la Difusión Elástica:
el científico italiano Nicola Perra. Dos reporteros de la calaña que acude a
los eventos en espera de un regalo y no de información interesante, y que no
conocen la diferencia entre sida y VIH, tuvieron la reacción que yo,
maquiavélicamente, esperaba. Su risa ante el apellido del maestro italiano
Nicola fue pretexto suficiente para pedirles que abandonaran la sala porque yo
no iba a desperdiciar mi interés y mis palabras en dos tipos tan ordinarios que
no estaban al nivel de la charla. No tuvieron más remedio que largarse.
Sociólogos, psicólogos, politólogos y demás
científicos han coincidido en la necesidad de crear un cambio en la
sociedad partiendo desde la educación y la cultura para poder
contrarrestar lo que el gobierno impone como idiosincrasia por medio de canales
de comunicación que fomentan y aprovechan la ignorancia y la incultura desde la
que parten los mexicanos promedio. Es una utopía, en efecto, porque el mexicano
promedio es más bien holgazán en todo sentido, desde el físico hasta el
cerebral.
Hace aproximadamente 30 años me sorprendía la
capacidad de análisis y el vasto conocimiento científico de mi abuelo quien, a
pesar de no haber terminado la secundaria, te hablaba igual de la historia de
las motocicletas que te explicaba con diagramas a mano alzada el mecanismo de
funcionamiento del Hindenburg o la manera de ensamblar una máquina de tren, o
te señalaba, a dedo limpio, las constelaciones para, al día siguiente, desarmar
y armar el motor de un Ford Mustang solamente para ver cómo era por dentro.
Entonces yo imaginaba que la sabiduría llegaba con la edad, pero lo cierto es
que el viejo era un curioso científico autodidacta e inventor que contaba con
una biblioteca envidiable y que lejos de solamente sostener ejemplares
encuadernados en piel se atrevía a recoger un pedazo de papel del suelo para
leerlo y aprender algo nuevo. Luego descubrí que la edad no tiene nada que ver.
Recientemente, charlando con un grupo de niños de
entre nueve y 11 años de edad, adictos a los videojuegos y los ebooks,
descubrí que no sólo llevan ventaja en sus conocimientos sino tienen un lenguaje
mucho más completo, elegante y elevado que la mayoría de los adultos, inclusive
que sus padres. No se trata de geeks sino de nativos de las
nuevas tecnologías a los que las redes sociales les sirven únicamente para
ampliar dichos conocimientos y no para socializar de forma mentirosa como la
mayoría de sus padres y tíos, y primos y hermanos mayores. Uno de ellos,
inclusive, me explicó una manera muy segura para ingresar a hondos territorios
de la deep web sin necesidad de rutear la TCP/IP para evitar el
acoso de hackers de sombrero negro, o rastreadores del gobierno. “Aléjate del
porno”, le advertí con tremenda inocencia. “El porno no me interesa, quiero
aprender a crackear un juego en el que estoy atorado”, me dijo
mientras yo me ruborizaba. Finalmente, este chico y mi hijo (de nueve
años) me comentaron que desean abrir un canal en Youtube para desarrollar
tutoriales sobre videojuegos y aplicaciones.
El asombro que me produjeron estos chicos no obraba
directamente en sugerir que son jóvenes diferentes sino que se trata de seres
ordinarios de acuerdo al espectro en el que se desarrollan. No obstante,
terminé reconociendo que algunos de sus mayores directos, que se supone deben
ser role models, responden a cierta “ordinariedad” (sic personal) y
se vuelven locos con la simplicidad de una red social y vierten en ella su
ignorancia y, peor, sus traumas y esa cortedad intelectual proveída por su poca
curiosidad para ir más allá de lo que está a la mano. Volvemos, pues, a la
holgazanería cerebral del mexicano promedio.
El año pasado, el diario español 20 Minutos reveló
un estudio realizado por la Sociedad Española de Neurología (SEN) que echa por
tierra el mito de que los humanos usamos únicamente 10% de nuestro cerebro, al
referir que gracias a estudios de imagen funcional se ha comprobado que hasta
para un simple movimiento del brazo se utiliza todo el cerebro. Jesús Porta,
director del área de Cultura de la SEN, se atrevió a asegurar que semejante
muletilla de los tontos fue difundida por el mismo Albert Einsten en el siglo
XIX “facilitando la incultura popular”.
Otro ejemplo de incultura popular es el de la apreciación de la belleza elemental definida, y constreñida, por la voluptuosidad de senos y caderas femeninas, desnudando no sólo la poca sensibilidad masculina sino el resultado de un efecto provisto por un mecanismo cerebral relacionado con una apreciación malsana entre hijo y madre, de acuerdo con el neurocientífico Larry Young. La tesis de Young, certera y contundente, señala que el reconocimiento de las mujeres voluptuosas como estándar de belleza responde a una debilidad cerebral.
Tras leer un artículo en Vogue España, firmado por
Ana Morales, sentí la necesidad de redimir la tesis de que la belleza no
responde a la perfección sino es una elección personal determinada por la
cultura y la educación. Es decir que dicha debilidad cerebral no permite a la
mayoría de los hombres advertir la belleza inclusive en donde no es evidente,
físicamente hablando, y deja de lado otros atributos como la personalidad y la
inteligencia. La misma Marilyn Monroe, considerada una de las mujeres más
bellas de la historia, señalaba que “la imperfección es belleza, la locura es
genialidad, y es mejor ser absolutamente ridículo que absolutamente aburrido”.
Lo dijo la Monroe, que tenía un dedo de más en un pie. En otra máxima, la
actriz italiana Monica Bellucci asegura estar harta de enfrentar a aquellos que
piensan que su belleza es sinónimo de estupidez.
En un experimento que realicé en redes sociales
para comprobar la teoría de Young, coloqué una foto de una artista que me
resulta atractiva de forma integral: Yoko Ono, mujer que volvió loco a John
Lennon por una sencilla razón: era diferente. Esta mujer tanto como Frida Kahlo
no poseían una belleza evidente pero su personalidad, su importancia en la
historia y su elemento artístico (nos gusten o no sus obras) las hacían
tremendamente atractivas. El experimento me obsequió la respuesta que
maquiavélicamente estaba esperando: censura dictada por el estándar de la
belleza elemental dejando de lado la premisa de la Monroe. Pensemos también en
la guapa modelo de tallas grandes Tess Munster.
Lo mismo sucede con la música. Hay quien prefiere
anteponer los ruidos de una guitarra pulsada por un músico de cabello largo y
ropa spandex frente al eclecticismo de una guaracha cubana, cuyos elementos son
poco convencionales, extremadamente exóticos y sensuales pero que no responden
a lo que la sociedad dicta.
¿La razón? El miedo. ¿El miedo a qué? A ser
diferentes y no ordinarios. Esto es: confrontar a la sociedad promedio.
(Btxo, Coyoacán, 2015)
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