Entronizando la imagen es como nos volvemos menos susceptibles.
Una de las épocas que más disfruté en cuestión estética fue
el grunge porque el culto al andrajo
era liberador. Entonces tocaba la batería en una banda y mi primera camisa de
franela a cuadros me la obsequió mi abuelo Luis (Papá Luis) después de chulearle esa joya textil que se había
comprado durante un invierno de perros en Estados Unidos.
“Llévatela”, me dijo, “que se te ve mejor a ti”. La ventaja de aquella estética era que podías subirte al escenario con lo que te pusiste en la mañana después de darte un baño (si te bañabas), en lugar de pedir tiempo fuera entre el sound check y la tocada para acicalarte como gato aburrido. Durante un tiempo, hablando de vanidad, lo único que hacía era retocarme el tinte rojo de las greñas.
“Llévatela”, me dijo, “que se te ve mejor a ti”. La ventaja de aquella estética era que podías subirte al escenario con lo que te pusiste en la mañana después de darte un baño (si te bañabas), en lugar de pedir tiempo fuera entre el sound check y la tocada para acicalarte como gato aburrido. Durante un tiempo, hablando de vanidad, lo único que hacía era retocarme el tinte rojo de las greñas.
Me aburrí del grunge
cuando se murió Kurt Cobain. Pero no por decepción o por saber que todo
terminaba sino porque en ese momento todo el mundo quiso vestirse como aquellos
músicos de andrajo elemental.
Poco después el grupo se desbandaba y opté por recluirme en
otro tipo de música. Música Avanzada, pues, que ya disfrutaba pero de la que no
hacía mucha alharaca porque ya de por sí me tildaban de loco. La música,
generalmente, te orienta por las cuestiones textiles, así es que, determinado a
verme como Bryan Ferry, establecí un cambio de estilo que denotaba madurez: me
corté el cabello, le dejé su color original (muy chulo, by the way), me hice de un par de sacos y pantalones de lona (casi todo en negro) y de un
arsenal de camisas coloridas, la mayoría en seda, combinadas con un par de
corbatas, una fucsia y otra azul pastel que pendían de mi cuello al estilo del
oficinista inglés que ha terminado su jornada y busca una buena barra de bar
para escuchar Avalon.
El problema, como siempre, es la gente. “La vida es bonita,
lástima de la gente”, mienta mi amigo y hermano y gurú Roberto Marmolejo cada
vez que puede; una frase que he tomado como dogma. Y es que en una fiesta a la
que acudí con algunos de mis viejos compañeros de escenario, ya luciendo ese look extravagante para aquel círculo, me
encontré con otro colega que, al verme sin las bermudas ni las camisetas de
Pearl Jam ni los tenis de astronauta ni la camisa a cuadros ni el reloj de
calculadora idéntico al de Eddie Vedder (lo único que me dejé fueron los
aretes), apostó por un comentario típico: “Pareces microbusero”. En fin.
Las corbatas (bien llevadas) me parecen un signo de
elegancia cuando no son impuestas por algún código de vestimenta sino por la
decisión personal de un artista y no de un Godínez.
Kraftwerk y algunos miembros de Ministry las utilizaban, y eran, desde mi
universo, un símbolo de madurez musical y emocional provisto por mi gusto por
el género New Romantic (Roxy Music,
Psychedelic Furs, New Order, etcétera). Era lógico que para un fan de Shub Niggurath
aquello fuera un oprobio. Quizás los detractores consideraban que al colocarme
una corbata, con el mismo sentido que un arete, mis habilidades musicales
parientes de la estridencia habían menguado y no era digno de ser considerado
un “buen” músico.
Semanas después me entero que mi ex grupo, ya sin el
requinto original, había conseguido baterista y juntos retomaban el camino del ander tocando en un andador de la
colonia ante una audiencia respetable. Me invitaron. Acudí con mis fachas de
entonces, de “microbusero”, diría el infecto, a presenciar cómo el nuevo
baterista, que para colmo era novio de una ex, no podía llevar el ritmo ni con
una pistola en la sien.
A la segunda rola mis ex cofrades me miraron con cara de
náufragos para que les ayudara a rescatar ese barco que, sin remedio, se iba a
pique.
En un lenguaje coloquial, les dije:
-EseNoEsMiPedoPorqueTuBatacoPuedeEnojarse.
Pero no. Resultó que el baterista era el más interesado en
que tomara su lugar. Hasta las baquetas temblaban.
Literalmente me aflojé la corbata, tomé asiento tras la
muralla de tambores y escuché a mi ex vocalista decir:
-Esto se llama: Territorial
pissings.
La ropa no tuvo la culpa, porque el punk seguía intacto.
(Coyoacán, 2015)
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