Uno de los primeros argumentos que se esgrimieron en contra de
internet (entonces se escribía con mayúscula: Internet) era que afectaba la
sociabilidad de los usuarios. Los detractores aseguraban que te alienaba, te
volvía “autista” e, inclusive, algunos se atrevieron a señalar que pasar tantas
horas frente a la pantalla de la computadora te provocaba cáncer.
Mi primer correo electrónico lo saqué durante la segunda
mitad de los años noventas gracias a que mi madre trabajaba en una ramificación
de Conacyt y fue una de las primeras personas del país en trabajar, entender y
saber explicar el uso de internet. A ella le interesaba de sobremanera que yo
supiera “navegar” la red antes que cualquiera dentro y fuera de nuestro círculo
social. Cuando el resto de los mortales señalaba que la red mundial de
computadoras interconectadas gracias a servidores en todo el orbe era una moda
pasajera, mi madre ya advertía su potencial y la manera como se expandiría no
sólo en el número de usuarios reales sino en su funcionalidad.
Gracias a mi primer correo (tizaminzoo@yahoo.com), que
posteriormente fue hackeado (entonces
Yahoo era una empresa pequeña), tuve
la oportunidad de conocer a muchas personas en el mundo y tener mis primeras
colaboraciones editoriales en una página electrónica cuyo nombre he olvidado. Entonces
ya se sabía que ni internet ni los hornos de microondas provocaban cáncer tanto
como que la tristeza tampoco te factura un nódulo devastador.
Cuando a finales de 1996 el portal de interacción virtual
llamado ICQ se convertía en un sitio recurrente para quienes ya podían tener
una PC con conexión en casa, aparecieron otras salas de chat, principalmente las de Yahoo,
con la enorme diferencia que significaba poder bautizarte con un apodo, u
ostentar tu nombre real, en lugar de ser simplemente un número como en ICQ. No
obstante, dicho nickname, o avatar, encendió las luces amarillas del
semáforo de la precaución. ¿Cómo sabes que esa persona con la que platicas es
realmente quien dice ser? Aquella era una duda legítima, pero entonces, ¿en
dónde quedaba lo interesante?
Durante aquel auge, mi editor me pidió un artículo de
investigación sobre las salas de chat.
Después de un atisbo veloz dedujimos que la más concurrida era la de Yahoo, así es que hacia allá orientamos
las baterías. Los temas eran asombrosos. La mayoría eran sobre música, cine, amistad
o sexo explícito, pero había otros francamente más retorcidos que los
evidentes. Recuerdo uno que pretendía aglutinar bajo su título a los “Amantes
de los muñecos de peluche”. Jamás entré. Posiblemente se trataba, en efecto, de
una sala dedicada a eso mismo, fundada por alguna chiquilla demasiado cursi,
pero nadie me aseguraba que el moderador de semejante logia no fuese un gordo camionero
de Kansas adicto a los poppers pretendiendo
ser aquella chiquilla de rulos dorados y pijama de Hello Kitty.
Aún no era El Bicho, así es que me di de alta como Sable y en vez de pretender ser alguien
más, con la seguridad de que nadie me creería de todas formas, decidí ser yo
mismo por una sencilla razón: no soy bueno con las mentiras, me pongo tan
nervioso que siempre me atrapan o pierdo el hilo del argumento.
La cosa fue que durante la investigación, además de conocer
a quien sería mi novia por tres años con promesa de matrimonio, descubrí que, a
diferencia del presente, los usuarios de internet, lejos de alienarse,
mostraban una enorme urgencia por socializar. La disminución de las distancias
y los horarios imponía un interés real por conocer nuevos amigos, nuevas
culturas y, por qué no, al amor de tu vida.
Entre los personajes que más recuerdo, y que atesoré durante
un buen tiempo, destacaba Ana, una mujer de alrededor de 40 años, que vivía en
Villahermosa y que de pronto halló en mí el vertedero ideal para sus problemas
de matrimonio con un tipo que sencillamente no le hacía caso. Conforme
transcurrió el tiempo ella tomó más confianza y comenzó a enviarme fotografías
suyas, algunas algo aceleradas, que denotaban esa urgencia por sentirse
interesante. Finalmente Ana (nombre real), convenció a su viajante marido de
traerla al DF y la conocí en el bar de Sanborns del María Isabel. No mentía. Ella
era la de las imágenes y sus necesidades eran legítimas también. Lejos de lo
que pudiera suceder, aquella situación me hizo entender que, en el caso de Ana,
internet y los salones de chat eran
su único asidero con su propia realidad. Y si esto lo ubicamos en el presente
de las redes sociales, tenemos un grave problema.
De acuerdo con la finalidad primigenia de las redes
sociales, estos juguetes virtuales pretenden promover la socialización entre
los usuarios, ya sea de forma fraterna o bien como un medio de difusión de
marcas y proyectos que busca el alcance de la mayor cantidad de usuarios. ¿Entonces
por qué Facebook tiene un número limitado de amigos?
El problema de las redes sociales es que dicha socialización
se limita a tu círculo más cercano. Es como tener un público cautivo que, como todos
los seres humanos, llegará a un estadio en el que tus publicaciones serán
aburridas, comunes y vacías si acaso no tienes la virtud de reinventarte como
cualquier persona que pretende evolucionar de forma honesta.
No obstante, aún en la quietud los átomos siguen moviéndose
y esto puede percibirse en aquellos que stalkean
amigos ajenos repartiendo comments y likes en temáticas que, posiblemente, no
les conciernen. Una de sus armas es el cyberbullying
orientado hacia quien tiene una mayor cantidad de seguidores o amigos, o bien
temas más interesantes, para tratar de sobresalir.
Otro problema de las redes sociales es que comienzan a
desgastar las amistades. En las épocas del fax módem era común decirle a tus
amigos: “me conecto en la noche”, y si acaso alguno no se conectaba, bastaba
con echarle un telefonazo al día siguiente, o bien los temas más importantes se
trataban en persona. Hoy en día una mesa
de cantina, café o restaurante ha sido suplida por un teléfono móvil aun en un
baño público.
Entonces los viejos detractores tienen un punto. Si bien la
pantalla de una computadora o un dispositivo móvil no te causa cáncer, sí te convierte
en una persona ermitaña cuyas necesidades de socialización son cubiertas por la
cantidad de datos que te queden en el móvil o la conexión Wifi del sitio
elegido.
No está de más respirar un poco de oxígeno. El reto es “olvidar”
a propósito el teléfono móvil o cerrar la pestaña de Facebook o Twitter en el
trabajo si éste no depende de su uso. ¿Qué sería de la humanidad si las redes
sociales fuesen dedicas únicamente a cuestiones laborales? ¿Te atreverías?
(Btxo, Coyoacán 2015)
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