Inaugurando la semana que pasé en Acapulco para la
organización del XXVII Congreso de la Federación Mexicana de Diabetes, A.C., mientras
todos observábamos la playa con esas ansias frustrantes que da el usar el agua
sólo para cuestiones higiénicas, les dije a mis compañeros que yo no iba a
tumbarme en la playa en traje de baño porque corría el riesgo de que Greenpeace
me descubriera y me devolviera al mar. Las carcajadas liberaron la presión y de
paso les demostré que no tengo ningún reparo en reírme de mí mismo.
Los especialistas en risoterapia aseguran que la risa ayuda
a curar las enfermedades. Esto, evidentemente, es falso, no obstante, la risa
sí ayuda a limpiar, un poco, el alma. Es una droga.
Mi hermano y ex bajista Xabi Belmont me platicaba un día
que, ocasionalmente, antes de dormir, le gusta echarse a ver alguna película
infantil. Le copié el gusto y descubrí que es mejor eso que tirarte en la cama
después de ver, digamos, The Blair Witch Project
o algún festín balístico de Tarantino.
Sin embargo, reír tiene sus ventajas en la vida diaria. Sobre
todo reírse de uno mismo.
Hace unos años asistí a una clase del médico de la risa
Patch Adams y tuve la oportunidad de platicar un poco con él y me señaló que,
si bien la risa no deshace los nódulos, sí te ayuda a llevar ese trance de
forma más relajada. Ahí se basa su teoría. Me dijo: “La felicidad no es una
recompensa sino una elección; no se trata de ser feliz porque te curaste de una
enfermedad sino ser feliz siempre. Todo en esta vida, desde que nos levantamos, es elección:
¿qué voy a ponerme?, ¿cómo va a ser el día de hoy? La felicidad es un estado
del ser en el cual la celebración de la vida es obvia por las acciones; pero
debe ser por dentro y por fuera, que se note, que la gente descubra que son
felices”.
Si bien Adams es un romántico en ese sentido, aun cuando los
paladines de la superchería hayan abusado de dicha teoría, lo cierto es que
reír hace bien, sobre todo, insisto, reírse de uno mismo.
Si algo he aprendido en mis casi 41 años de edad, gracias a
la eterna convivencia con amigos que son unos verdaderos cábulas (todos en mi
vida), es lo importante que resulta la risa en cualquier clase de reunión, ya
sea en la esquina bajando unas cervezas o en un velorio. Recuerdo bien que
cuando se agotaba la burla hacia alguno del clan y caíamos en ese silencio
incómodo que brota después de la risa agotada, profería alguna burla contra mí
mismo: mi estatura, mi complexión robusta, etcétera. Cualquier cosa que los
hiciera reír.
Durante mi paso por la universidad salí con una chica muy
guapa y extravagante en su forma de vestir que me decía: “si con mis ropas le arranco
una risa a alguien, ya hice mi buena obra del día”. Acto seguido fuimos a una
tienda de abarrotes y entró exigiendo un “abarrote grande para llevar, por
favor”. El dependiente lloró de risa mientras yo trataba de esconder mis
carcajadas detrás del anaquel de Tía Rosa. Debió ser un anaquel muy pequeño,
aunque, por mi estatura, me habría bastado con hacerme bolita.
No me molesta provocar risa. “Órale, me toca, denme con todo”,
les digo y disfruto la cábula, y no sólo eso sino la fomento y me río al
parejo.
La autoestima existe, aunque no lo crean, pero afuera de los
libros. O quién sabe, quizás Coelho y los Bucay y C. C. Sánchez también se ríen
de las estupideces que escriben y con las que engañan a aquellos que no son
capaces de reírse de sí mismos.
“Mi departamento es taaaan chiquito que si juegas ‘frío o
caliente’ siempre es tibio”, les platico. O bien: “Si me tropiezo en la entrada
caigo en el balcón”. Cosas así.
Además de que permitir o fomentar que se rían de ti, reír en
general, es saludable para el alma, también demuestra que eres una persona
feliz.
Abrirte a las burlas te aligera el trámite y te permite
tolerar el trajín diario.
Es sencillo apreciar cómo, después de una carcajada, las
cosas se ven más brillantes (quizás también es la falta de oxígeno) y ligeras.
No es malo reírse de uno mismo. Busquemos nuestro principal
defecto y hagamos de él un festín de carcajadas que le regalen unos segundos de
alegría a otra persona, porque censurar la risa es signo de muchas otras cosas.
(Btxo, Coyocán 2015)
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