El primer problema fue soñar, una noche antes, imbuido por
las noticias que llegaron desde Chile, que el 18 de septiembre de 2015 el Claustro
de Sor Juana se venía abajo por un terremoto a la mitad de mi ponencia.
El otro problema fue sortear las ventajas que te da ser
ponente y no prensa, cuando estás acostumbrado a estar del lado oscuro.
Finalmente, romper el nervio (siempre da nervios aunque
acumules tablas) con las primeras palabras: “Yo voy a leer porque si no divago
mucho y se me van las cabras” (risas).
El principal objetivo de mi ponencia #TenemosSismo
#TenemosSelfie (de la Solidaridad a Chico Che) fue apuntalar la visión de quien
vivió el terremoto dándose cuenta de todo lo que lo rodeaba.
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Para que en México demos un repaso por la historia reciente
es necesario que tiemble. El mejor momento para montarnos en el bello arte de
la crónica es cuando acaba de temblar.
El temblor activa tu disco duro y le das clic al recuerdo de
aquel colosal 19 de septiembre de 1985. ¿Y quién tiene la culpa? Ni más ni
menos que el buen Chico Che, aquel músico regordete con pinta de mandarín de Tabasco
ataviado con overol y camisa de marinero de agua dulce, quien compuso una oda a
partir de la cachetona pregunta que reza: ¿dónde te agarró el temblor?
Porque no importa si es mediodía y tuviste que salirte de la
oficina a las estepas de Paseo de la Reforma en paños Godínez mientras Protección
Civil le echa un ojo a ese edificio de gobierno al que, con cada temblor, por
lo sesgado que termina, el sol le pega desde otros ángulos; y tampoco importa
si el meneo nos agarró a media noche y los vecinos en la calle aprovechan para
fumarse un cigarrito (si no hay amago de fuga de gas) y de paso levantan un
inventario de las coquetas pijamas de las vecinas; o si por desgracia estás en
el baño escanciando tus micciones y no sabes si seguir en la faena o detenerte
del toallero; no importa porque irremediablemente el siguiente comentario o
pensamiento versará, si naciste en los setentas o antes, en la cantadita
pregunta de dónde te agarró el temblor. Y pensarás también en Chico Che.
El terremoto de 1985 no pudo venirle mejor a mucha gente. Se
sabe, por ejemplo, que muchos aprovecharon el desconcierto y en lugar de decir
“ahorita vengo voy por cigarros”, antes de emprender la huida, se dieron por
desaparecidos y recomenzaron su vida en otro tiempo y otro lugar. En aquellas
épocas era más sencillo comprar identidades.
Encima, por esas cosas de las caídas del sistema, muchas
deudas bancarias se diluyeron y quién sabe cuántos directivos de bancos
amasaron los pasivos.
Otros más disidentes, quizás en silencio por lo dramático de
la situación, celebraron el derrumbe físico de Televisa, eterna dominadora de
los medios que, sin embargo, tuvo en Zabludovsky a su paladín informativo quien
asestó un “Pa’ que vean que Televisa no está muerta” y se puso a hacer periodismo
de verdad, algo casi involuntario porque era el único comunicador, digamos, en
línea. Para nadie es un secreto que el terremoto le obsequió a Jacobo la
oportunidad de hacer la crónica de su vida y así redimirse un poco del asco
general que arrastraba junto con su rabo de soldado del gobierno. El terremoto
le vino bien y hasta podemos asegurar que lo sosegó un poco.
Y qué decir de la “Princesa Polaca”, doña Elena Poniatowska,
quien pagó los recibos de luz, agua y gas de su mansión en Chimalistac gracias
a su crónica social llamada “Nada, nadie”. Nada mejor que bregar por los
desposeídos y damnificados desde la comodidad del sofá. Así como Denisse de
Kalaffe cobra sus regalías cada 10 de mayo, Elenita se forra cada 19 de
septiembre como burócrata en quincena.
No obstante, a los diarios de nota roja el terremoto los
atrapó con el pijama puesto porque, dejando de lado sus creativos cabezales de
poesía sangrienta, se limitaron a colorear el asunto con la palabra ¡TERROR! en
la de ocho columnas. Eso sí, sus fotógrafos se dieron un festín imprimiendo
imágenes dignas de un bombardeo repentino o una película del maestro del terror
brasileño Xe do Caixao.
¿Y el gobierno? El gobierno sobrepasado por la sociedad
reaccionó con lentitud pero no por no tener la oportunidad o las ganas sino
porque, seguramente, desde sus escondrijos, diseñaba estrategias y campañas para
aprovechar el desconcierto y aupar sus programas sociales. Nada mejor para su
imagen internacional que organizar un Mundial de futbol a partir de las cenizas
el año siguiente. “¡México resurge!” habrá mentado en esa lluvia de ideas algún
publicista ávido de ganarse EL contrato. Y el “negro” al servicio de Miguel de
la Madrid habrá redactado discurso tras discurso que iban siendo aprobados a
destajo para intentar, sólo intentar, una reconciliación entre la sociedad y el
presidente quien después de aquella lluvia de ideas recibió una lluvia de
chiflidos y mentadas de madre al inaugurar el Mundial de futbol mientras
Televisa minimizaba el escarnio con un disco de aplausos.
Y en ese sentido, quizás el más aliviado fue López Portillo,
a quien se le recuerda por las lágrimas con que defendería el peso, la
jocosidad de sus amantes, lo dadivoso que era con su familia, y por ser el
jamón en el sándwich de escándalos previos como el del 2 de octubre y El
Halconazo, y posteriores como el terremoto del 19 de septiembre. El amo y señor
de la Colina del Perro habrá apreciado aquello desde la comodidad de su mansión
en Coyoacán. “La libramos, vieja…” le habrá dicho a su esposa Carmen o a Rosa
Luz Alegría o a Sasha Montenegro, quién sabe quién dominaba entonces el terreno
de su king size.
Y mientras tanto llegaba la ayuda del extranjero con
medicinas, víveres, bolsas para dormir, mercancía que, extrañamente, meses
después, apareció a la venta en los anaqueles de la Conasupo, aquel bastión priista
de ayuda social, ajá, que pasó a la historia por vender leche contaminada con
radiación a precios módicos.
Sólo faltó que Televisa, para paliar la reconstrucción de su
Álamo, produjera una telenovela alusiva con Alma Delfina y Salvador Pineda en
papeles estelares. “Este terremoto fue patrocinado por Coca Cola, dale chispa a
tu vida”.
¿Y la sociedad? A ella la dejaremos para después.
El terremoto del 19 de septiembre de 1985 y su réplica
hermana del 20 de septiembre significaron, manoseando palabrería estratégica
hoy tan de moda, una ventana de oportunidad para muchas personas,
organizaciones políticas y presuntos luchadores sociales.
Aquel evento repentino junto con el incendio en San Juanico casi
un año antes, le metieron un cruzado a la mandíbula a las autoridades que se
vieron en la necesidad de adiestrar a la sociedad para enfrentar situaciones
extremas, como si aquélla no supiera hacerlo a su manera.
El mexicano, y sobre todo el capitalino, tienen sus propias
estrategias de supervivencia y las reglas y el orden les vienen chicos.
A partir de entonces, cada 19 de septiembre se realiza un
simulacro general en oficinas y escuelas, y algunos sorpresa en fechas
aisladas, que solamente sirven para el chacoteo y la guasa y, hoy en día, para
preparar la cámara del teléfono celular para tomar una selfie y postearla acompañada
del hashtag #TenemosSimulacro.
Y peor aún, no falta el despistado nacido en los setentas
que cree que el sismo es real y entra en pánico abultando las carcajadas de sus
compañeros de oficina.
En la actualidad, lo peor que puede ocurrirle al Godínez
promedio es que durante un sismo real se caiga la red porque no podrá sumarse a
la comunidad del #TenemosSismo que Marcelo Ebrard, de forma muy chabacana
durante su mandato, aprovechaba para mostrarse atento mientras realizaba un
reconocimiento capitalino desde un helicóptero.
Sí, el sismo de 1985 fue el crisol en el que muchos
mostraron el cobre pero también ayudó al nacimiento de la conciencia social
después de que dicho ejercicio fuese aplacado a catorrazos y balazos en 1968 y
1971.
La lenta respuesta del gobierno, y específicamente del
regente capitalino Ramón Aguirre, abrió la oportunidad para que la sociedad se
organizara por ósmosis o telequinesis o vayan ustedes a saber si sencillamente
por esa necesidad de sobrevivencia, y se articuló un ejército de espontáneos
perfectamente bien determinado y con actividades de acuerdo a la capacidad de
sus miembros. Hordas de motociclistas yuppies
pusieron al servicio del caos sus máquinas rugientes para llevar y traer
herramientas, palabras de aliento y los alimentos que las doñas y marías preparaban en sus cazos, sus
ollas de peltre y sus anafres.
Cubetas, picos, palas, barretas, etcétera, despuntaban de las motocicletas como en las hordas de aquella fábula postapocalíptica llamada Mad Max.
Cubetas, picos, palas, barretas, etcétera, despuntaban de las motocicletas como en las hordas de aquella fábula postapocalíptica llamada Mad Max.
Y así, poco a poco, como un organismo independiente, la
Ciudad de México se rescató a sí misma.
Entonces yo tenía 11 años de edad y, amén de lo que acabo de
contarles 30 años después, mi visión natural fue distinta, porque entonces,
tanto para mí como para los capitalinos, nació el miedo.
El monstruo se sacudió las pulgas. El 19 de septiembre de
1985 la Tierra en la Ciudad de México se hartó de la estática y quiso moverse
un poco.
En aquellos años ochenteros, cuando la palabra crisis
comenzaba a ser de uso común y en la música se gestaba el fenómeno del one hit wonder, nuestra generación daba
por veraz todo lo que salía en televisión, como ahora hacemos con Facebook.
Nosotros éramos niños que entendíamos de terremotos y desastres naturales lo
mismo que de física cuántica, y se trataba de otro temblor. Otro y ya, como
siempre.
No obstante, al volver a casa, la realidad te propinaba un
cruzado de derecha directo a la mandíbula.
Mi madre me recogió de la escuela poco después del terremoto
y fuimos directamente a casa de mi abuela en Coyoacán, punto de reunión para
festejos, bodas, aniversarios, bautizos y, por lo visto, también desastres
naturales.
La ausencia de luz en media Ciudad de México acompañaba los
rostros de azoro y terror de mis tíos y primos. Los teléfonos estaban muertos.
Los canales de comunicación colapsaron y solamente quedaba el rumor.
No obstante, demostrando ingenio y paciencia chilangos, mi
abuelo, protocientífico autodidacta, y mi tío, ingeniero, con maestría de
cirujanos, pelaron los cables de una enorme televisión de bulbos y los
conectaron a la batería de un Mustang Shelby para poder devolver un poco de
tecnología a ese departamento.
Entonces fue cuando la realidad nos pegó un zarpazo. Con la
voz en off de Jacobo Zabudovsky, a cuadro se abrían imágenes impresionantes que
parecían relatar, puntualmente, el paso de un Godzilla demasiado entusiasmado en
su paseo por el centro del Distrito Federal y colonias aledañas. Edificios que
parecían haber sido masticados y escupidos, manos y rostros y demás miembros
asomando bajo el cielorraso de los edificios de papel que no toleraron la descarga
de adrenalina de una ciudad en llamas. Nota roja en entrega inmediata, pero,
¿qué más podían hacer los medios?
Los locutores de radio intentaban ponerse a nivel pero las
palabras salían agolpadas; años de entrenamiento no bastaron para poder
describir tanta crudeza. Escenario de guerra, algo inverosímil para el
entendimiento del mexicano promedio.
Un lugar común para aquellos que cada 19 de septiembre
relatan sus experiencias es hablar del nacimiento de la solidaridad mexicana
ante la reacción timorata del gobierno que años después, dicho sea de paso,
utilizó el término como propaganda electoral, pero lo cierto es que entre los
chilangos nació un sentimiento para el que nunca nos preparamos: el miedo. El
miedo real, el miedo tangible y posible y cercano. Cada vez las piedras
–literalmente– caían más cerca. Días antes del terremoto de 1985 los únicos
miedos del mexicano se orientaban hacia el papelón que podía hacer la selección
de futbol en el Mundial, que Hugo Sánchez no fallara el penalti que falló, que
Siempre en Domingo cerrara sus transmisiones o que se muriera Chespirito.
Aun sin quererlo, Televisa mostraba a cuadro las secuelas de
un fenómeno inentendible. Lejos quedó la explotación del morbo porque, en este
caso, a diferencia de lo que hacen con el Teletón, era necesario y obligatorio.
El público debía saber en qué condiciones había quedado su ciudad y
Zabludovsky, con las pocas herramientas que tenía a la mano, escupió la crónica
de su vida. Porque como dijera Paco Ignacio Taibo II: “el periodismo es garra
que no cesa”. Y quizás Zabludovsky deseaba buscar un rincón íntimo para
devolver con sendas arcadas el desayuno, pero le ganó la necesidad de informar.
Basta con escuchar la entrevista que le hace al dueño de la cafetería Super
Leche, desayunador que quedó hecho emparedado sobre San Juan de Letrán,
mientras aquél le comenta, con una sangre fría que raya en el desconcierto, que
su madre y su hermana están bajo los escombros.
El miedo había sido inoculado y desde entonces corre en el
torrente sanguíneo formando mutaciones en el ADN chilango. Por ello, durante la
fastuosa réplica nocturna del 20 de septiembre de 1985, el mexicano activó la
estrategia infantil de “puto el último” para salir de sus casas acompañados de
los vecinos y los perros para cruzar la calle y esquivar coches y autobuses de
Ruta 100 para treparse al camellón de la avenida como si éste fuese la
trinchera adecuada debajo de los cables de alta tensión.
Nadie sabía qué hacer. Nadie sabía qué decir. El gobierno y
los medios de comunicación, responsables de la actitud ciudadana, balbuceaban
incoherencias ante una tragedia de talla monumental. Quizás por eso mi abuela
hallaba consuelo hincada en el suelo y con las manos en ristre rezándole al
único farol con luz.
Entonces no había Facebook ni Twitter ni Instagram ni mucho
menos una alarma sísmica. Pero el desastre dio pie a la necesidad de activar esos
simulacros que terminan siendo un desmadre chabacano que le viene bien a los
estudiantes y los Godínez que se saltan clases y se lanzan por un café al
Starbucks local, y una alarma sísmica en radio y televisión que en muchas
ocasiones se activa minutos después, la muy impuntual, quizás porque está
sincronizada con la burocracia nacional.
Esa misma alarma que hoy en día, de vez en cuando, quizás
por aburrimiento, se dispara sin necesidad y pone a todos a correr olvidando
los protocolos.
Pero claro, ahora tenemos aplicaciones y nuestros teléfonos
inteligentes (hay quien de inteligencia tiene sólo el teléfono) intentan servir
como halcones que previenen la desgracia para que el interfecto vaya pensando,
mientras pone su vida a salvo, qué va a tuitear y cómo va a tomarse la selfie
adecuada.
Hoy en día contamos con más herramientas de comunicación
para prevenir y atender un siniestro de semejante talla, no obstante, quienes
las controlan en su mayoría son personas que no estuvieron en territorio
comanche cuando media ciudad se vino abajo. Cuando la comunicación en México
era al estilo Picapiedra. La escasez de transmisión cultural evita que las
nuevas generaciones tengan conciencia de los resultados que puede tener un
sismo combinado con la ausencia de educación cívica y necesidad de
supervivencia.
Encima, las nuevas dinámicas electrónicas del periodismo
fabricado en la mesa de redacción y vía redes sociales no permiten que los
reporteros tengan un amplio conocimiento del manejo de la información.
En ese sentido, ¿acaso México está preparado para enfrentar
un terremoto de las mismas dimensiones que el de 1985? Lo más seguro es que no,
por ello, es menester no sólo el adiestramiento de los cuerpos de emergencia y
de quienes deben manejar la información. A veces la tecnología digital estorba
y es mejor volver a los sistemas análogos que nos permitan controlar el miedo
y, sobre todo, informar debidamente.
Sólo por eso, y a pesar de sus manchas, aquel viejo soldado
de Televisa y el PRI se ha ganado un sitio entre los comunicadores que supieron
aprovechar las pocas herramientas que tenían a la mano para hacer un trabajo
real, crudo, pero puntual. Algo que, en la actualidad, no tiene el periodismo
en México.
Muchas gracias.
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