Alguien me dijo hace muchos años que la locura y la libertad
tenían más responsabilidades que la sanidad mental y el encierro. Es por ello
que me parece irresponsable hablar de ellas de manera sesgada o al azar.
En términos prácticos, degustar la libertad antes de la edad
de las “decisiones importantes” depende mucho de la educación que te dieron tus
padres. Y ellos mismos, al saber que cuentas con las bases primigenias de la
responsabilidad, no se verán disminuidos por la preocupación. Más aún, ese
conocimiento de la crudeza callejera te otorga el estatus de esbirro, más allá
de un ser que “debe” responder a ciertos lineamientos.
No obstante, el miedo incubado desde la raíz te orilla a
fantasear con la libertad como si dilapidaras tus tardes en un tebeo de la peor calaña.
Pero también es necesario acceder a la libertad a base de
madrazos y de pequeñas decisiones que, sin duda, te facturarán pequeñas
enseñanzas que, también sin duda, te harán mejor persona.
Lo esencial de la libertad y la locura es ejercerlas sin lastimar a los
demás, no importa si estás o no en lo correcto porque el instinto te dirá si el
camino es el idóneo, o no, de acuerdo con tus deseos y tus pulsiones.
La libertad no viene en una caja de cereal, como la música
de Kenny G, ni en una suscripción por correo ni en una malteada o un afiche de
tu banda favorita.
La libertad y la locura se maman, se disfrutan, pero son
estados que se ganan, que no se compran.
Sin embargo, todo indica que, hoy en día, la locura y la
libertad son parte de una hipocondría facturada por la inestabilidad emocional
que te impide despertar y saber que afuera hay un mundo que, te acepte o no, es
necesario surfear, dominarlo, hacerlo tuyo más allá de tebeos. Y, en muchas ocasiones, es el miedo el que te lleva a
gestionar universos personales que sirven de bálsamo. Aunque todo sea una mentira.
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