La vecindad no es un edificio horizontal, como siempre nos
han hecho creer, sino la acción de convivir, bien o mal, con quienes compartes
condominio. Por lo general, en todas las residencias que he tenido, que no han
sido muchas en realidad, he tenido buenos vecinos.
Ser un buen vecino va más allá de dar los buenos días, las
buenas tardes o las buenas noches. Se trata de colaboración en muchos sentidos.
Cuando una vivienda se vacía tras la partida de un buen
vecino queda una sensación de intriga por saber quién o quiénes ocuparán su
lugar.
Un condominio es un microcosmos de la sociedad en el cual
conviven personajes de edades, gustos y orígenes diversos. Existen los
extremadamente sociables, los entrometidos, los huraños, los cordiales, los
misteriosos y hasta los famosos. Estos últimos pueden traer consigo tanto
beneficios como desgracias. La privada en la que vivo ha albergado personajes
como Jorge Ibargüengoitia, Macaria y Manuel Felguerez y también fuimos vecinos
de calle, por decir, de Alejandro Encinas cuando entró como jefe de gobierno
del Distrito Federal en sustitución de AMLO; y no está de más decir que durante
dicho periodo de tiempo ésta fue la cuadra más segura de la otrora Capital del
país. Ahora tengo el gusto de saludar, casi cada mañana, a la escritora Mónica Lavín.
Alguna vez fui vecino de edificio de una actriz de Televisa muy
amable pero cuyo nombre he olvidado, quien organizaba sendos pachangones con sus
colegas que no sólo hacían cimbrar los cimientos sino dejaban un tufo a alcohol
y marihuana tan pedestre como analogía de las telenovelas que protagonizaban, o
bien alguna pareja invitada, que supongo no alcanzaba habitación, acababa
haciendo el amor en las escaleras tan incómodas para esos menesteres como si
este edificio, en lugar de ser una morada respetable, se convirtiera en el
Hotel Chelsea. Luego la actriz se fue y la calma aterrizó de nuevo.
En los últimos años en mi edificio han ocurrido intentos de
suicidio (dos), un incendio, dos fugas de gas, una carambola a la una de la
madrugada protagonizada por un borracho que se llevó cuatro coches estacionados
(dos de ellos sin seguro), un albañil electrocutado y con medio cuerpo
chamuscado y sendos temblores que nos obligaron a convivir en las escaleras
dando las buenas noches mientras, apresurados y apenados, bajamos en pijama cargando
laptops y al gato o el perro.
Todavía recuerdo cuando en mi infancia (he vivido aquí gran
parte de mi vida) los vecinos convivían en sendas posadas, Jornadas Cervantinas
en septiembre, conferencias interesantes en el local vacío, invitaciones a
fiestas, etcétera. No obstante, eso se ha terminado y ahora, lejos de la buena
vecindad, los vecinos parecen convivir en un eterno jaripeo protagonizado por
sus odios y pulsiones. Ahora tenemos al funcionario de la delegación Coyoacán
que construyó una casa enorme y regularmente organiza fiestones con reguetón a
todo volumen hasta el amanecer (las quejas no prosperan); una “ecologista” con
dos perros a los que lleva a cagar a los jardines sin recoger las heces y que
también tiene poco pudor para expresar el placer que experimenta con el amante
en turno (debería cerrar las ventanas); una exadministradora no residente pero
vecina de calle que no entrega cuentas claras; y un sinfín de malos modos y
carotas que han sustituido al buenos días
vecino, cómo le va con el frío.
Y esto viene a cuento a causa de la colección de quejas por
el rumbo del país que uno lee en las redes sociales o escucha cuando sale a
tirar la basura. Anteriormente, si una fiesta sobrepasaba los decibeles civilizados
bastaba con acudir y recomendarle al vecino, amablemente, que no la joda, que
qué bueno que se divierte con sus cuates pero ya no son horas de escuchar Sopa
de Caracol como si se tratase de una convención de sordos. Al vecino de la
fiesta de hace un momento, por ejemplo, en vez de ir a tocar a su puerta, los
quejosos lanzaron un ladrillo al parabrisas de su coche y por poco le cae al
Uber en el que yo venía llegando. ¿Hay necesidad?
El peligro de no saber administrar los odios y las
preocupaciones por el rumbo que toma el país va restando civilidad en las
personas, y no sólo eso, sino nos hace poseedores de una verdad que no
conocemos y, encima, nos dota de superpoderes al creer que en nuestras palabras
está la solución cuando en realidad no entendemos sobre qué estamos discutiendo.
¿Es necesario? Quizás pecamos de inocentes quienes pensamos
que existen otras vías para cambiar el país, como trabajar individualmente en
el manejo de dichas pulsiones, pero si es posible intervenir el disgusto mañanero
del vecino soltando una sonrisa, o invitándole una cerveza si tienes el volumen
alto, buscando la empatía, por qué no nos organizamos por ir infectando a los
demás con una buena actitud con base en la empatía y el respeto.
Si somos realistas nos daremos cuenta que no podemos
modificar en gran medida las decisiones de las altas cúpulas pero sí es posible
crear microcosmos organizados de colaboración para, por ejemplo, apoyar al protohipster
que tiene su huerto en su azotea en vez de ir al supermercado, pagar un cover ínfimo en un concierto de una
banda emergente en vez de gastar dinero en ir a ver a Moderatto con Salamandra
Guzmán, o comprar un adorno a la vecina que teje en vez de ir a un mall.
Repito, la empatía y la colaboración son la clave para ir
destensando este nudo que cada vez aprieta más. De otra forma, si apostamos por
el individualismo egoísta, seguiremos siendo el México que no da el paso al
peatón, el México que se mete en la fila, el México que no paga impuestos, el
México que encaja una llave sobre la pintura del auto nuevo del vecino, el
México que no baja el volumen a sabiendas de que se entromete en el espacio del
otro, el México que se roba la señal Wifi.
Pensemos, nomás.
Btxo, 2016
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