Cuando era niño, ante el desinterés voluntario o
involuntario de mis abuelos que me cuidaban, me encerraba en un armario a leer
auxiliándome de una lamparita. Entraba cuando aún había luz en la calle y salía
al oscurecer. Desde entonces mi relación con la luz y el sol se fracturó.
Pero lo importante de esto es que si no leía me dedicaba a
platicar con mi amigo imaginario, que en el menos peligroso de los casos era yo
mismo, un desdoblamiento de mí mismo que, obviamente, me conocía a la
perfección y me daba los mejores consejos (vaya loco).
La abuela de una novia que tuve comentaba las incidencias de
la novela de la tarde con su perro. No me lo contaron, yo lo vi. Mi madre me confesó
también, así muy exenta de la pena, que en esas mañanas de soledad hogareña bien
platicaba con el perro bien con sus muñecas (una de ellas, Sally, con catadura
tenebrosa). Mi abuelo, que era proyeccionista de un cine y pasaba tardes y
noches de amplia soledad, seguramente también tenía alguien, o algo, con quien
platicar.
Un amigo imaginario es ampliamente necesario para equilibrar
la salud mental, sobre todo para quienes vivimos en soledad y oscuridad. Se
trata de un eufemismo que, en términos computacionales, se denomina:
desfragmentar el disco duro.
Y también platico con “eso” en voz baja cuando viajo en
avión. Tengo dos cábalas infaltables cuando me trepo a una aeronave de la que
no sé si saldré vivo: al llegar a la puerta, después de recorrer el gusano, me
detengo y, ante la mirada de la azafata que me recibe, coloco un beso en mis
dedos índice y medio de la mano derecha y adhiero el ósculo al fuselaje del
armatoste; el otro rito comienza dos días antes de volar: me siento a ver accidentes
aéreos en YouTube para ponerle un dique a las casualidades: sería muy curioso
que justo después de ver cientos de accidentes aéreos mi avión se cayera. Ya
arriba del trique me encasqueto los audífonos y platico mentalmente con mi “eso”
personal.
Hace unos meses, casi siete, solo en casa hice un comentario
en voz alta y alguien me contestó. Creí estar loco. Miré para todas partes y no
vi a nadie más que a mi gato Totoro que fijamente me clavaba esas canicas azules
que a veces dan miedo. Sin dejar de verlo, repetí: “Qué bien toca el deadmau5”.
Y el gato, sin inmutarse, dijo: “Sí, pero tampoco te claves”. Ehm, ok.
Desde entonces el Totoro (qué trabajo hallarle nombre al
otrora Cat Stevens) y yo eslabonamos sendos coloquios por demás interesantes.
Fue entonces que lo eché de menos en mi pasado.
“Empezamos en el sillón y acabamos en el suelo… Luego no
volvió”, le platiqué mientras bebíamos mate y él, mirándome fijamente, con ese
porte de gerente de joyería, me dijo: “Si yo hubiera estado aquí eso no sucede.
Debes aprender a cuidarte, tú eres tu mejor amigo”. “Eso te lo birlaste de un
capítulo de Los Sopranos”, le dije. “¿Y qué crees que hago cuando no estás y
dejas los controles a la mano?”.
Aquellas charlas elevadas de profunda prosapia son
constantes. Alguien me preguntaba, ingenuamente, si en verdad yo creía que
Totoro me respondía. “Efectivamente”, le dije, y no por estar loco, sino porque
en los tiempos que corren, de estrés y recogimiento, es necesario tener salidas de emergencia.
¿Acaso ustedes no platican con su amigo imaginario? Si la
respuesta es negativa porque consideran que hablar a solas o con “eso” es de
locos, bueno, es necesario que acudan a un profesional de la salud.
(Btxo, Coyoacán, 2015)
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