Yo estaba enamorado de Alabama. No era un secreto pero nadie
hacía un comentario al respecto. Suponía que para los demás era normal que
alguien se enamorara de ella. O quizás a nadie le interesaba. También era
posible que nadie lo notara. En fin.
De Alabama sabía
tres cosas: que le gustaba el cine, que su último novio se había suicidado y
que besaba muy bien (ella, no el occiso).
Cuando supe
que besaba muy bien también me enteré que se llamaba Alabama porque en ese
estado norteamericano la habían concebido sus padres.
Nos besamos
en el cine y de regreso a casa me relató el asunto de su novio. Íbamos de la
mano y noté un discreto temblor en sus dedos, entrelazados con los míos, cuando
me contó el motivo del suicidio. Que ella, en venganza porque había encontrado una
carta muy doblada y perfumada sobre la mesa del comedor, con maneras y remitente
que no eran suyos, se fue del departamento con los dos juegos de llaves, el
suyo y el del interfecto, después de conjugar una rabieta, cerrando con doble
llave.
Quienes hallaron el cadáver juran
que también estaba muerto el gato. Tenía el cuello roto. “Era un gato muy
cabrón que se la pasaba maullando todo el tiempo”. Dijeron que lo escucharon
maullar toda la noche y de pronto se hizo el silencio. Dijeron que el muchacho
se volvió loco por los maullidos porque no podía salir y el animal no se
callaba. “Primero le rompió el cuello al gato y después se suicidó”. Maldito
animal, pensé.
-Me siento culpable –me dijo.
-Si querías joderlo habría bastado
con esconderle el control remoto de la televisión. Eso vuelve loco a cualquiera
–le dije.
-No se me ocurrió.
Esa noche Alabama y yo hicimos el
amor.
Cuando las cosas fueron tomando
forma y ella me visitaba en mi departamento procuré, por mera precaución, no
darle un juego de llaves ni dejar a la mano el control remoto de la televisión.
Con Alabama pasaba una cosa rara
y es que después del orgasmo los ojos se le ponían color grosella. Tardé en darme
cuenta de semejante efecto especial porque exclusivamente cada vez que yo respiraba
me entretenía en entender cómo podía yo eslabonar mi vida con la de una mujer
como Alabama que parecía sacada de una revista. Es decir, si ella hubiese sido
actriz y nos separara el grueso cristal de una pantalla de cualquier manera me
habría enamorado de ella. Comenzaba a temerle a la materialización de la
fantasía. Algo tendría yo que pagar en esta vida, o en otra, nomás por
semejante favor. Es como un karma positivo, algo así. La cosa era que yo ya le
salía debiendo al destino.
A partir de aquella ida al cine
mi vida se había convertido en una consecución de escenas de una dignísima chick flick británica.
Una vez de plano le pregunté por
qué razón era mi novia. Ya no aguantaba la estática. Esa duda comenzaba a
crecer con todas las propiedades de un tumor y más me valía estar al tanto de
todas las incidencias para no sorprenderme cuando el final feliz se enlatara y
diera paso al final alternativo, ése que nadie quiere ver y que se queda en los
extras del DVD nada más para demostrar los niveles de saña que tiene un
guionista.
-Es muy sencillo: estoy contigo
porque me quieres y no andas jorobando todo el tiempo con que soy bonita.
Me mordí los labios con una
ansiedad digna de diagnóstico y prescripción médica.
Entre las coincidencias que nos
ataban a esa puesta en escena destacaba el que Alabama hubiese asesinado
indirectamente a su novio y yo viniera de aniquilar a mansalva la relación de
mi vida. Por eso pensaba en el karma. No me quitaba esa idea de la cabeza. Nadie
tiene tanta suerte.
Aquella escritora por la que
suspiraba como el gato que mira el escaparate de la pescadería finalmente había
cedido a mis ruegos y yacía en mi cama, recuperándose de un orgasmo marca
llorarás, enredada entre mis sábanas.
El día que la conocí pensé que
ella era la prueba viviente de que los milagros existían pero un buen amigo me
señaló, sin mucho fruto, que así como yo la amaba sin conocerla en otra parte
había alguien que no la soportaba.
-¿Cómo lo sabes?
-Porque estuve casado con ella un
año.
Hasta ahí el consejo y la
amistad. Salí de su departamento con el control remoto de su televisión en el
bolsillo. Luego lo tiré en una coladera.
Semanas después tuve que darle la
razón.
Alabama y yo íbamos tanto al cine
que no necesitábamos ver televisión. No obstante, comencé a temblar una noche
después de hacer el amor cuando la televisión se encendió de milagro. Abrí mis
ojos de una manera tan peligrosa que creí que los globos oculares saltarían de
sus cuencas.
-¿Tú encendiste la tele?
-Ni modo que el fantasma… Andas
muy distraído, chiquito, encontré tu control en el cajón de las cucharas.
Tragué saliva. Aquella señal era
el principio de la debacle, la bandera de salida, el semáforo en verde, el
pistoletazo del maratón de nuestra ruina.
El siguiente paso fue pedirme un
juego de llaves y al día siguiente, cuando me preguntó si se veía bonita, regalé
al gato. Yo temblaba como el cerdo que se sabe cena.
Finalmente se fue. Quizás mi
miedo la ahuyentó o yo no entendí el propósito de esa fase nuestra. Fue poco
antes de que me dijera:
-Te amo.
-¿Eh? Interesante.
No puedo decir más al respecto.
Quién dice que el juicio final no está cerca. Less you know, best you live!
Mi vida volvió a ser el guión de
la peor película de Alfonso Zayas.
Meses después de aquello, un
amigo y yo bajábamos unas cañas de cerveza en conocida cantina del centro
mientras veíamos a un par de borrachas flirtear con el mesero para que les
hiciera un descuentito y charlábamos sobre la manera como el destino y sus
vueltas de carrusel se ensañan con uno.
-He invitado a una chica, si no
te molesta –me dijo.
-Para nada –dije con bigotes de
espuma–. Pero cuéntame, ¿de dónde salió?
-Es de tu círculo.
-¿Ah, sí?
-Oh, sí, justo va entrando, mira.
Al voltear observé que Alabama
iluminaba la cantina con ese halo perpetuo de luz azulosa y alzaba la cabeza
para tratar de encontrarnos.
-¿La conoces?
-¿Tienes gato?
(Btxo, 2015)
No hay comentarios:
Publicar un comentario