Buscar este blog

martes, 20 de julio de 2010

FIGURITAS DE LLADRÓ


Cuando éramos adolescentes, mis amigos y yo fantaseábamos con la idea de convertirnos en, digamos: “sirvientes amorosos a sueldo” de una mujer madura, guapa y millonaria, cansada de contarle las canas a su potentado marido. Jamás lo conseguimos.


Cuando llegamos a los treinta años, un colega me confesó su urgencia por andar con una señora madura (y rica) porque él ya comenzaba a convertirse en señor.


La esposa del ex primer ministro de Irlanda pudo ser una buena opción.


Esta introducción tan desfasada no tiene mucho que ver con el resto del texto, pero me pareció políticamente correcto incluirla.


Hablemos de las figuritas de Lladró. Semejantes adornos tan costosos que emperifollan las vitrinas de una casa de clase alta cumplen su cometido y no. Pagar miles de pesos por un gato de porcelana evidencia que el coleccionista tiene tanto dinero como mal gusto. Las figuritas de Lladró, por muy caras que sean, no se diferencian en nada de la familia de elefantitos de cerámica que avanzan tomándose las colas con las trompas ni de las carpetitas bordadas, adquiridas afuera de una iglesia, con las que las abuelas cubrían el piano o la chimenea ni del cuadro en estambre de la última cena que capitanea los adornos del comedor.


En tiempos donde el minimalismo “mola”, los excesos de adornos resultan un detalle ramplón, ordinario y sumamente vulgar. Al menos entre los entendidos. Las figuritas de Lladró, en una casa de clase alta, son el epítome de la ostentación preferencial del nuevo rico. Los elefantitos de cerámica y las carpetitas en una casa de clase media o media baja, se orientan hacia la nostalgia, cuando las formas importaban poco. Hoy en día, todo parece indicar que lo que importa es lo que muestras y no lo que en verdad eres, lo que llevas dentro, aunque suene a relato de Corín Tellado. Cuántas muchachitas, cuyas vitrinas son adornadas con Lladró, sufren la molestia de sus padres que claman: “Tu novio no me gusta porque no tiene un BMW.” ¿En verdad importa? Por otra parte, las figuritas de Lladró son el santo y seña que distingue a los nuevos ricos.


Existen ricos de prosapia y nuevos ricos –conviene puntualizar la diferencia–; así como nuevos ricos que se casan con ricos de casta. El nuevo rico es aquél que tiene la fortuna de ganarse la lotería, o bien consigue entrometerse hasta las habitaciones de una familia de alcurnia para convivir de lleno con la riqueza y la fantasía de la realeza nacional. Son especie de “groupies” que siguen y siguen a la estrella de rock, como rémoras, hasta que, como lapas, se adhieren al cuerpo del objetivo y lo exprimen. En otros ámbitos se les llama advenedizos y, en el mejor de los casos, trepadores. Son como un virus que se extiende hasta dominar un cuerpo. Parientes de un nódulo canceroso que ha hecho metástasis. El problema de los nuevos ricos es que pueden comprarlo todo, menos la educación y la cultura. Pongamos que una secretaria de medio pelo, de la Agrícola Oriental (no es para discriminar sino para establecer un panorama), consigue casarse con el jefe que la lleva a vivir, digamos, a Las Lomas. Y el jefe, que deviene millonario desde antes de nacer, debe convivir, y tolerar, aquellas costumbres que la trepadora en cuestión ha trasladado desde la AO hasta LL (es decir: todo aquello que motivó su escalada social pero de lo que no puede desprenderse).


No soy fanático de los refranes ni las frases hechas, pero aquí casa muy bien aquél que reza algo sobre una mona y un vestido de seda. Posteriormente viene el disfrute del poder, un detalle virtual que le permite a la trepadora (o trepador) experimentar un goce especial pero mentiroso (lo saben de antemano pero pretenden no saberlo).


Otro problema de los nuevos ricos es que creen ciegamente que su “hazaña” les confiere el derecho de opinar sobre la vida de todos aquellos que conviven a su alrededor, y todo aquél que no ostente un BMW o un reloj con diamantes, sin importar las maneras de conseguirlo, valen mucho menos que aquél que se prostituyó, en toda la dimensión de la palabra, para obtener esos placebos.


El problema de los que no deseamos ser millonarios (ni intentamos obtener una fortuna sin importar los medios) sino vivir bien, es que debemos convivir con personas así, que desdeñan todo lo que no huela a Chanel no. 4 o a los interiores en velour de un Audi A8. Convivimos con ellos desde el tránsito en las calles hasta la fila del banco y la intimidad de un hogar en donde, se supone, tú eres el huésped. La diferencia es la felicidad. Hace un tiempo, un colega de otro estado de la República que conocí en una conferencia de prensa, fascinado con la manera como criticaba a la sociedad, me pidió un compendio de frases para publicarlas en un diario local. Accedí, siempre y cuando hubiese cierta temática. El tópico fue la diferencia de clases, la impunidad subjetiva de quien tiene y no tiene. La primera frase publicada fue ésta: “La gente adinerada es la más estúpida. Sobre todo los nuevos ricos. Nunca están satisfechos con lo que tienen, así es que no dejan de comprar. Su necesidad de consumo es proporcional al vacío que hay en su interior. Y ellos lo saben. Su mayor problema es que están concientes de que, a pesar de tener todo lo que quieren, no son felices.” La frase gustó mucho, así es que publicaron la siguiente: “Otro problema de los ricos es que sufren de delirio de persecución. Creen que todo mundo quiere robarles lo suyo. Yo prefiero no ser rico, para poder vivir tranquilo.” Cabe aclarar que en la publicación se puntualizó la referencia a los nuevos ricos y no a los ricos de prosapia. Y todo esto viene a cuento porque alguna vez, en una reunión, tuve que sufrir charlas inauditas, y groseras, tomando en cuenta el problema económico que sufrimos todos, sobre las grandes cantidades de dinero que alguien gasta en adornos para el cuerpo. Salí asqueado, sobre todo porque tengo un hijo de cuatro años y no me gustaría someterlo a malas influencias.


Por fortuna, mi hijo se alegra lo mismo con un obsequio costoso (como el Wii que le compré en Navidad) que con un envase de plástico con jabonadura para hacer burbujas o un autito de fricción. Ése es el verdadero problema, la forma como los nuevos ricos pretenden influenciar, de mala manera, a los demás. Es, casi, un ejercicio de sometimiento. La realidad es que ellos están sometidos a sus fantasías y, por más insultos y discriminaciones que lancen con sus lenguas bífidas, habemos quienes somos felices teniendo lo más importante para surcar esta vida: salud, familia, tranquilidad y, sobre todo, amigos.


Tengo un amigo desde la preparatoria, al que le gustaba vestirse a la usanza punk. Este amigo, cuyos atuendos le conferían el estatus de piltrafa, sufrió mucho en su relación sentimental porque tuvo la ocurrencia de ligarse a una niña bien, de familia –que no idiota ni caprichosa–, cuyos padres casi sufren una embolia por el terror de ver a su hija con semejante émulo de Lux Interior (vocalista fallecido de The Cramps). Jamás lo aceptaron y sí lo llenaron de insultos y discriminaciones. Un aplauso para su chica que se mantuvo firme en su decisión. Pues este sujeto, que poco ha cambiado su manera de vestir, hoy es un importante ingeniero en sistemas computacionales y diseñador gráfico, y gana toneladas de dinero. Y alguna vez lo encontré en la calle, recordamos algunas anécdotas y clausuramos el día bebiendo cervezas en bolsa en el portón de una casa, como antes, sobornando policías para seguir la fiesta en paz, a pesar de que el tipo traía en la cartera el dinero suficiente para invitar las cervezas en un buen antro. Nos despedimos con un abrazo y un apretón de manos. No he vuelto a verlo, pero estoy seguro de que sigue siendo el mismo, a pesar de tener en el garaje un deportivo último modelo. Los nuevos ricos, para fortuna y desgracia de los demás, por más dinero que tengan, no pueden comprar esa finura, ese detalle que permite vivir con tranquilidad, seguro de lo que has logrado, sin hacer gala de esas carencias que por más que tratan de ocultarse, identifican a quien no es feliz, por más dinero y posición que hayan adquirido vía la prostitución (con perdón de la comunidad de trabajadoras sexuales).


Y quiero finalizar con la tercera frase que me publicaron en aquel malogrado diario de occidente: “Conozco la frontera sur, conozco casi todo México, conozco Los Ángeles, San Francisco, Oakland, Houston, Florida, Las Vegas, la zona desértica del Área 51. He brindado con champaña en año nuevo y he bebido un gran vaso de whisky mientras escucho caer los quarters en las máquinas tragaperras del Caesar’s Palace. Pero sigo extrañando y prefiriendo los frijoles, el café de olla y las memelas con chile que preparaba mi abuela.” A fin de cuentas, lo que te hace ser es lo que llevas dentro y viene de la raíz.


Por eso aquello de la mona...