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miércoles, 22 de abril de 2015

El autobullying como terapia

Inaugurando la semana que pasé en Acapulco para la organización del XXVII Congreso de la Federación Mexicana de Diabetes, A.C., mientras todos observábamos la playa con esas ansias frustrantes que da el usar el agua sólo para cuestiones higiénicas, les dije a mis compañeros que yo no iba a tumbarme en la playa en traje de baño porque corría el riesgo de que Greenpeace me descubriera y me devolviera al mar. Las carcajadas liberaron la presión y de paso les demostré que no tengo ningún reparo en reírme de mí mismo.

Los especialistas en risoterapia aseguran que la risa ayuda a curar las enfermedades. Esto, evidentemente, es falso, no obstante, la risa sí ayuda a limpiar, un poco, el alma. Es una droga.

Mi hermano y ex bajista Xabi Belmont me platicaba un día que, ocasionalmente, antes de dormir, le gusta echarse a ver alguna película infantil. Le copié el gusto y descubrí que es mejor eso que tirarte en la cama después de ver, digamos, The Blair Witch Project o algún festín balístico de Tarantino.

Sin embargo, reír tiene sus ventajas en la vida diaria. Sobre todo reírse de uno mismo.

Hace unos años asistí a una clase del médico de la risa Patch Adams y tuve la oportunidad de platicar un poco con él y me señaló que, si bien la risa no deshace los nódulos, sí te ayuda a llevar ese trance de forma más relajada. Ahí se basa su teoría. Me dijo: “La felicidad no es una recompensa sino una elección; no se trata de ser feliz porque te curaste de una enfermedad sino ser feliz siempre. Todo en esta vida, desde que nos levantamos, es elección: ¿qué voy a ponerme?, ¿cómo va a ser el día de hoy? La felicidad es un estado del ser en el cual la celebración de la vida es obvia por las acciones; pero debe ser por dentro y por fuera, que se note, que la gente descubra que son felices”.


Si bien Adams es un romántico en ese sentido, aun cuando los paladines de la superchería hayan abusado de dicha teoría, lo cierto es que reír hace bien, sobre todo, insisto, reírse de uno mismo.

Si algo he aprendido en mis casi 41 años de edad, gracias a la eterna convivencia con amigos que son unos verdaderos cábulas (todos en mi vida), es lo importante que resulta la risa en cualquier clase de reunión, ya sea en la esquina bajando unas cervezas o en un velorio. Recuerdo bien que cuando se agotaba la burla hacia alguno del clan y caíamos en ese silencio incómodo que brota después de la risa agotada, profería alguna burla contra mí mismo: mi estatura, mi complexión robusta, etcétera. Cualquier cosa que los hiciera reír.

Durante mi paso por la universidad salí con una chica muy guapa y extravagante en su forma de vestir que me decía: “si con mis ropas le arranco una risa a alguien, ya hice mi buena obra del día”. Acto seguido fuimos a una tienda de abarrotes y entró exigiendo un “abarrote grande para llevar, por favor”. El dependiente lloró de risa mientras yo trataba de esconder mis carcajadas detrás del anaquel de Tía Rosa. Debió ser un anaquel muy pequeño, aunque, por mi estatura, me habría bastado con hacerme bolita.

No me molesta provocar risa. “Órale, me toca, denme con todo”, les digo y disfruto la cábula, y no sólo eso sino la fomento y me río al parejo.

La autoestima existe, aunque no lo crean, pero afuera de los libros. O quién sabe, quizás Coelho y los Bucay y C. C. Sánchez también se ríen de las estupideces que escriben y con las que engañan a aquellos que no son capaces de reírse de sí mismos.

“Mi departamento es taaaan chiquito que si juegas ‘frío o caliente’ siempre es tibio”, les platico. O bien: “Si me tropiezo en la entrada caigo en el balcón”. Cosas así.

Además de que permitir o fomentar que se rían de ti, reír en general, es saludable para el alma, también demuestra que eres una persona feliz.

Abrirte a las burlas te aligera el trámite y te permite tolerar el trajín diario.

Es sencillo apreciar cómo, después de una carcajada, las cosas se ven más brillantes (quizás también es la falta de oxígeno) y ligeras.

No es malo reírse de uno mismo. Busquemos nuestro principal defecto y hagamos de él un festín de carcajadas que le regalen unos segundos de alegría a otra persona, porque censurar la risa es signo de muchas otras cosas.


(Btxo, Coyocán 2015)

Hooray hooray, old chat

Uno de los primeros argumentos que se esgrimieron en contra de internet (entonces se escribía con mayúscula: Internet) era que afectaba la sociabilidad de los usuarios. Los detractores aseguraban que te alienaba, te volvía “autista” e, inclusive, algunos se atrevieron a señalar que pasar tantas horas frente a la pantalla de la computadora te provocaba cáncer.



Mi primer correo electrónico lo saqué durante la segunda mitad de los años noventas gracias a que mi madre trabajaba en una ramificación de Conacyt y fue una de las primeras personas del país en trabajar, entender y saber explicar el uso de internet. A ella le interesaba de sobremanera que yo supiera “navegar” la red antes que cualquiera dentro y fuera de nuestro círculo social. Cuando el resto de los mortales señalaba que la red mundial de computadoras interconectadas gracias a servidores en todo el orbe era una moda pasajera, mi madre ya advertía su potencial y la manera como se expandiría no sólo en el número de usuarios reales sino en su funcionalidad.


Gracias a mi primer correo (tizaminzoo@yahoo.com), que posteriormente fue hackeado (entonces Yahoo era una empresa pequeña), tuve la oportunidad de conocer a muchas personas en el mundo y tener mis primeras colaboraciones editoriales en una página electrónica cuyo nombre he olvidado. Entonces ya se sabía que ni internet ni los hornos de microondas provocaban cáncer tanto como que la tristeza tampoco te factura un nódulo devastador.

Cuando a finales de 1996 el portal de interacción virtual llamado ICQ se convertía en un sitio recurrente para quienes ya podían tener una PC con conexión en casa, aparecieron otras salas de chat, principalmente las de Yahoo, con la enorme diferencia que significaba poder bautizarte con un apodo, u ostentar tu nombre real, en lugar de ser simplemente un número como en ICQ. No obstante, dicho nickname, o avatar, encendió las luces amarillas del semáforo de la precaución. ¿Cómo sabes que esa persona con la que platicas es realmente quien dice ser? Aquella era una duda legítima, pero entonces, ¿en dónde quedaba lo interesante?

Durante aquel auge, mi editor me pidió un artículo de investigación sobre las salas de chat. Después de un atisbo veloz dedujimos que la más concurrida era la de Yahoo, así es que hacia allá orientamos las baterías. Los temas eran asombrosos. La mayoría eran sobre música, cine, amistad o sexo explícito, pero había otros francamente más retorcidos que los evidentes. Recuerdo uno que pretendía aglutinar bajo su título a los “Amantes de los muñecos de peluche”. Jamás entré. Posiblemente se trataba, en efecto, de una sala dedicada a eso mismo, fundada por alguna chiquilla demasiado cursi, pero nadie me aseguraba que el moderador de semejante logia no fuese un gordo camionero de Kansas adicto a los poppers pretendiendo ser aquella chiquilla de rulos dorados y pijama de Hello Kitty.

Aún no era El Bicho, así es que me di de alta como Sable y en vez de pretender ser alguien más, con la seguridad de que nadie me creería de todas formas, decidí ser yo mismo por una sencilla razón: no soy bueno con las mentiras, me pongo tan nervioso que siempre me atrapan o pierdo el hilo del argumento.

La cosa fue que durante la investigación, además de conocer a quien sería mi novia por tres años con promesa de matrimonio, descubrí que, a diferencia del presente, los usuarios de internet, lejos de alienarse, mostraban una enorme urgencia por socializar. La disminución de las distancias y los horarios imponía un interés real por conocer nuevos amigos, nuevas culturas y, por qué no, al amor de tu vida.

Entre los personajes que más recuerdo, y que atesoré durante un buen tiempo, destacaba Ana, una mujer de alrededor de 40 años, que vivía en Villahermosa y que de pronto halló en mí el vertedero ideal para sus problemas de matrimonio con un tipo que sencillamente no le hacía caso. Conforme transcurrió el tiempo ella tomó más confianza y comenzó a enviarme fotografías suyas, algunas algo aceleradas, que denotaban esa urgencia por sentirse interesante. Finalmente Ana (nombre real), convenció a su viajante marido de traerla al DF y la conocí en el bar de Sanborns del María Isabel. No mentía. Ella era la de las imágenes y sus necesidades eran legítimas también. Lejos de lo que pudiera suceder, aquella situación me hizo entender que, en el caso de Ana, internet y los salones de chat eran su único asidero con su propia realidad. Y si esto lo ubicamos en el presente de las redes sociales, tenemos un grave problema.

De acuerdo con la finalidad primigenia de las redes sociales, estos juguetes virtuales pretenden promover la socialización entre los usuarios, ya sea de forma fraterna o bien como un medio de difusión de marcas y proyectos que busca el alcance de la mayor cantidad de usuarios. ¿Entonces por qué Facebook tiene un número limitado de amigos?

El problema de las redes sociales es que dicha socialización se limita a tu círculo más cercano. Es como tener un público cautivo que, como todos los seres humanos, llegará a un estadio en el que tus publicaciones serán aburridas, comunes y vacías si acaso no tienes la virtud de reinventarte como cualquier persona que pretende evolucionar de forma honesta.

No obstante, aún en la quietud los átomos siguen moviéndose y esto puede percibirse en aquellos que stalkean amigos ajenos repartiendo comments y likes en temáticas que, posiblemente, no les conciernen. Una de sus armas es el cyberbullying orientado hacia quien tiene una mayor cantidad de seguidores o amigos, o bien temas más interesantes, para tratar de sobresalir.

Otro problema de las redes sociales es que comienzan a desgastar las amistades. En las épocas del fax módem era común decirle a tus amigos: “me conecto en la noche”, y si acaso alguno no se conectaba, bastaba con echarle un telefonazo al día siguiente, o bien los temas más importantes se trataban en persona.  Hoy en día una mesa de cantina, café o restaurante ha sido suplida por un teléfono móvil aun en un baño público.

Entonces los viejos detractores tienen un punto. Si bien la pantalla de una computadora o un dispositivo móvil no te causa cáncer, sí te convierte en una persona ermitaña cuyas necesidades de socialización son cubiertas por la cantidad de datos que te queden en el móvil o la conexión Wifi del sitio elegido.

No está de más respirar un poco de oxígeno. El reto es “olvidar” a propósito el teléfono móvil o cerrar la pestaña de Facebook o Twitter en el trabajo si éste no depende de su uso. ¿Qué sería de la humanidad si las redes sociales fuesen dedicas únicamente a cuestiones laborales? ¿Te atreverías?


(Btxo, Coyoacán 2015)

lunes, 20 de abril de 2015

No les dijeron que tenían que ser felices

¿Acaso hay otra indicación en el mundo? La vida no tiene folleto de instrucciones, pero lo mínimo que se espera es ser perspicaces. En todo caso, la infelicidad que vives es la que facturas tú mismo.

-¿Su departamento de devoluciones?
-Ahí, en la ventanilla de suicidios.

¿Es necesario?

Ninguna desgracia es más importante que el aprendizaje que te genera.

Hace un par de años (ah, bonita frase recurrente la mía) les conté que durante un diluvio que de verdad parecía castigo divino, corrí a refugiarme en un Sanborns, que es como entrar al limbo, y me encontré con tres niños de la calle, zarrapastrosos que daban pena, quienes se encontraban sentados en el suelo, frente a un enorme televisor, viendo una película de animación (caricaturas, pues, para los ochenteros). De pronto, víctima de esa conmiseración estúpida que tenemos los que (aparentemente) tenemos todo, o al menos lo indispensable, pensé: “Pobres criaturas”. Ahí estaban, con sus ropas mojadas y sus caritas mapeadas de mugre, y más de uno con los principios de un moco que amenazaba con escapar pero que con una inhalación precisa lo devolvían a su nicho, compartiendo dos panes de dulce. Pude regocijarme al ver (aunque se indignen las feminazis) que los dos niños le daban preferencia a la niña, que era la menor y quien le pegaba las dentelladas más severas a los panes.

Antes de que el corazón se me quebrara, fui testigo de una epifanía. Y es que los niños reían, y más que eso, se carcajeaban con las tonterías de los dibujos animados, era una retahíla de risotadas que contagiaba y arrancaba sonrisas de los clientes. Inclusive, ni siquiera los empleados de Sanborns, usualmente imbéciles e intolerantes, se atrevían a reprimirlos.

Yo, que estaba de malas (qué raro) por tener que compartir el mundo con la humanidad, dejé de lado mi enfado y me dediqué, más que a observar, a contagiarme de la felicidad de aquellos chiquillos (y chiquilla) que con algo tan simple, y que no era suyo, se prodigaban un momento de alegría como debe tener cualquier niño al menos 24 horas al día.

Anoche llamé a mi hijo por teléfono para que me ayudara a librar un nivel de un juego de video que él me recomendó, porque ya estaba yo engendrando en pantera (frase ochentera) y a dos de mandar todo al carajo. Su madre me dijo que estaba dormido pero le hice entender que ese crío, sangre de nuestra sangre, ¡¡¡tenía la responsabilidad moral de sacarme del atolladero en que me había metido por culpa de sus recomendaciones!!! Ella rio como nunca antes y me dijo: “Espera”. Regresó dos minutos después para comunicarme, tras el biombo de una carcajada contenida: “Dice que lo dejes dormir, que mañana te explica”. ¬¬

No lo vi, pero estoy seguro que se habrá carcajeado tanto pensando: ¿En qué momento se invirtieron los papeles?

Alguna vez, hace meses, mi hijo y yo nos reventamos seis horas de Resident Evil tratando de matar a un escorpión malsano que nos traía a malparir. Recurrimos a tutoriales, entramos a la deep web, hicimos maromas y contorsiones hasta que establecimos un pacto: “No nos dormiremos hasta matar a ese escorpión hijo de su…” (la frase fue suya, quiero aclarar). Finalmente, a las cuatro de la mañana lo matamos y para nosotros fue como ganar la Copa del Mundo.

-Lo divertido de los juegos de video no es acabarlos sino entenderlos –me dijo hace rato, después de llamarlo para decirle que había librado el nivel–. Me da gusto saber que pudiste hacerlo sin mí.

Felicidad pura.  

Entonces no entiendo por qué la gente se empeña en afectar las alegrías de los demás. ¿Será la soledad? ¿Será la urgencia de contagiar a los otros de su desgracia? ¿Acaso la necesidad de sobresalir? ¿Será que la tristeza sólo se transmite a las mentes débiles?

Hay mucho por hacer.

       Btxo, Coyoacán, 2015

domingo, 19 de abril de 2015

La maquinaria de las pretensiones

¿Está usted aburrido?

¿Tiene redes sociales y quiere figurar como un ente pensante, culto y diferente?

¿Nadie pela sus pendejadas?

No se preocupe. En su modem está la solución. Únicamente tiene que conectarse a internet, buscar en Wikipedia las efemérides del año, hacer una lista medianamente interesante y ya está, ¡a publicar! Le garantizamos una buena cantidad de likes de personas que, como usted, no saben de qué están hablando pero tienen boleto preferencial en El Tren del Mame.



Sí, El Tren del Mame, ese vehículo a puertas abiertas y de alcance global que lo ubicará en la tendencia del día, aunque usted sea un perfecto ignorante. Es decir: un imbécil con iniciativa.

Gracias a estos sencillos pasos, usted gozará de la atención y los retuits que nunca ha tenido. ¿Está listo para convertirse en una personalidad de las redes sociales?

Pero también tenemos paquetes preferenciales, de acuerdo a sus necesidades. Porque más allá de las efemérides, es posible que usted se convierta en un visionario, aprovechando que gracias a los dispositivos móviles con Wifi está en línea las 24 horas del día.

Por ello, le presentamos el Paquete Platino, con el cual usted podrá gozar de cierta relevancia en lo que dura el viaje de El Tren del Mame.

Si en verdad quiere convertirse en un ente pensante, deje de lado Wikipedia y adéntrese en una verdadera experiencia.

Paso #1: Levántese temprano.
Paso #2: Entre a la red social conocida como Twitter.
Paso #3: Ubique a la personalidad que ha muerto mientras todos dormían.
Paso #4: Ingrese a Google y busque la biografía del cadáver.
Paso #5: Ubique frases célebres e invente cómo es que el fiambre ha cambiado su vida.
Paso #6: Aplique el siempre adecuado copy + paste y después de retuitear, ingrese a Facebook y aplique la misma dosis de mentiras. (Nunca está de más añadir una imagen)
Paso #7: Espere sus likes y comments y, ¡ahora sí!, usted es un pasajero en zona diamante de El Tren del Mame.

Advertencia: Si usted la caga como en el Bradbury-gate, le recordamos que ante su desprestigio no hay devoluciones.


¡Haga valer su condición de arribista! ¡Está en su derecho!

jueves, 16 de abril de 2015

La corbata no tiene la culpa

Entronizando la imagen es como nos volvemos menos susceptibles.

Una de las épocas que más disfruté en cuestión estética fue el grunge porque el culto al andrajo era liberador. Entonces tocaba la batería en una banda y mi primera camisa de franela a cuadros me la obsequió mi abuelo Luis (Papá Luis) después de chulearle esa joya textil que se había comprado durante un invierno de perros en Estados Unidos. 

“Llévatela”, me dijo, “que se te ve mejor a ti”. La ventaja de aquella estética era que podías subirte al escenario con lo que te pusiste en la mañana después de darte un baño (si te bañabas), en lugar de pedir tiempo fuera entre el sound check y la tocada para acicalarte como gato aburrido. Durante un tiempo, hablando de vanidad, lo único que hacía era retocarme el tinte rojo de las greñas.

Me aburrí del grunge cuando se murió Kurt Cobain. Pero no por decepción o por saber que todo terminaba sino porque en ese momento todo el mundo quiso vestirse como aquellos músicos de andrajo elemental.

Poco después el grupo se desbandaba y opté por recluirme en otro tipo de música. Música Avanzada, pues, que ya disfrutaba pero de la que no hacía mucha alharaca porque ya de por sí me tildaban de loco. La música, generalmente, te orienta por las cuestiones textiles, así es que, determinado a verme como Bryan Ferry, establecí un cambio de estilo que denotaba madurez: me corté el cabello, le dejé su color original (muy chulo, by the way), me hice de un par de sacos y pantalones de lona (casi todo en negro) y de un arsenal de camisas coloridas, la mayoría en seda, combinadas con un par de corbatas, una fucsia y otra azul pastel que pendían de mi cuello al estilo del oficinista inglés que ha terminado su jornada y busca una buena barra de bar para escuchar Avalon.


El problema, como siempre, es la gente. “La vida es bonita, lástima de la gente”, mienta mi amigo y hermano y gurú Roberto Marmolejo cada vez que puede; una frase que he tomado como dogma. Y es que en una fiesta a la que acudí con algunos de mis viejos compañeros de escenario, ya luciendo ese look extravagante para aquel círculo, me encontré con otro colega que, al verme sin las bermudas ni las camisetas de Pearl Jam ni los tenis de astronauta ni la camisa a cuadros ni el reloj de calculadora idéntico al de Eddie Vedder (lo único que me dejé fueron los aretes), apostó por un comentario típico: “Pareces microbusero”. En fin.

Las corbatas (bien llevadas) me parecen un signo de elegancia cuando no son impuestas por algún código de vestimenta sino por la decisión personal de un artista y no de un Godínez. Kraftwerk y algunos miembros de Ministry las utilizaban, y eran, desde mi universo, un símbolo de madurez musical y emocional provisto por mi gusto por el género New Romantic (Roxy Music, Psychedelic Furs, New Order, etcétera). Era lógico que para un fan de Shub Niggurath aquello fuera un oprobio. Quizás los detractores consideraban que al colocarme una corbata, con el mismo sentido que un arete, mis habilidades musicales parientes de la estridencia habían menguado y no era digno de ser considerado un “buen” músico.

Semanas después me entero que mi ex grupo, ya sin el requinto original, había conseguido baterista y juntos retomaban el camino del ander tocando en un andador de la colonia ante una audiencia respetable. Me invitaron. Acudí con mis fachas de entonces, de “microbusero”, diría el infecto, a presenciar cómo el nuevo baterista, que para colmo era novio de una ex, no podía llevar el ritmo ni con una pistola en la sien.

A la segunda rola mis ex cofrades me miraron con cara de náufragos para que les ayudara a rescatar ese barco que, sin remedio, se iba a pique.

En un lenguaje coloquial, les dije:
-EseNoEsMiPedoPorqueTuBatacoPuedeEnojarse.

Pero no. Resultó que el baterista era el más interesado en que tomara su lugar. Hasta las baquetas temblaban.

Literalmente me aflojé la corbata, tomé asiento tras la muralla de tambores y escuché a mi ex vocalista decir:

-Esto se llama: Territorial pissings.

La ropa no tuvo la culpa, porque el punk seguía intacto.


(Coyoacán, 2015)