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miércoles, 24 de julio de 2013

Las casualidades y el sabor polizonte

Por Btxo
Es impresionante la manera como descubrimos que la vida te mete un cruzado a la mandíbula por el lado ciego. Es decir que, mientras degustas un helado de pistache con pasas (sin albur), de pronto, aprovechando que volteas a ver el paso cachaco con que se desplaza la rubia de la izquierda, por la derecha vuela un pájaro en pleno ascenso y te zurra la nieve con tino de apache y al mismo tiempo el sol, que te macetea inclemente, funde un poco más la consistencia como para que el lastre intestinal del ave se confunda con una pasa y no lo notes hasta que mezclas la nieve verde con el trozo y el caldillo que lo acompaña en tu paladar, degustándolo hasta advertir que se trata de un sabor polizonte. Puede que nada ocurra, más allá de las primeras arcadas, pero también puede que te ganes una infección estomacal que te tumbe dos días en cama hasta con alucinaciones. Una vez, durante una fiebre tan poderosa que podía comenzar a generar mi propio deshielo polar, creí que el telescopio montado en su tripié era una titánica mantis religiosa que venía a envolverme en un capullo. Mi madre me contaba una anécdota que escuchó cuando era niña, y que ocurrió en un picnic de la alta sociedad en los años cincuentas, cuando una mujer, con un tocado tan amorfo y firme como una escultura de José Luis Cuevas, de esos que se mantenían erguidos durante días, tuvo la mala idea de colocarse bajo un árbol, y al mismo tiempo, una araña embarazada vio en semejante pelucón el nicho adecuado para verter su descendencia. Sin previo aviso, con desdén y sin permiso, la araña se descolgó sin muchos efectos especiales y anidó en lo que para ella y sus crías podía ser uno de esos condominios con forma de panal que hoy vemos germinar en Santa Fe o Interlomas. Días después la mujer comenzó a decir idioteces en la sobremesa y de pronto cayó muerta con la cara en el plato de arvejas que apenas había probado. Los testigos, sus hijos, dejaron pasar unos segundos antes de ahogar un grito provocado por la hilera de arañas violinistas que salió a ver qué carajo había ocurrido con su condominio, en qué clase escollera había encallado su paraíso ambulante, y después invadieron la mesa y la cocina reclamando un reembolso. Cuando los forenses realizaron la autopsia, debieron serruchar el peinado como se hace con el casco de un jugador de futbol americano que acaba de sufrir una conmoción y su columna vertebral quedó para el perro, y descubrieron una serie de ventanas abiertas no sólo en el cuero cabelludo sino en el mismo cráneo, dejando ver porciones del cerebro –la mujer se había quejado de intensos dolores de cabeza– que las crías fueron comiendo, poco a poco, anestesiando las sensaciones más potentes con la esencia de su veneno. Alguien podría hablar de buena o mala suerte, o bien de un milagro, cuando en realidad sólo se trata de coincidencias.

Cuenta una leyenda que dos jóvenes se conocieron en la fila del cine, ambos iban solos a ver cualquier película y, sin ponerse de acuerdo, entraron a ver una de vampiros: a ella le daban miedo y él era un erudito, acordaron, posteriormente, en la fila de las palomitas, entrar juntos. Cinco años después, durante su noche de bodas, recordaron, entre tragos de champaña y cigarrillos en las pausas que requería la administración de la pasión, aquel momento en que, por casualidad se conocieron. No obstante, al seguir tirando del hilo de sus memorias, llegaron a un punto en el que el hada de las casualidades les paseó su lengua fría por todo el espinazo: Ella contó cómo, durante un viaje escolar al Museo de Antropología, sus compañeras más grandes, nomás por joder, le tiraron su bola de helado y cómo un niño, de aspecto sutil y bondadoso de otra escuela, que había atendido la escena a distancia, antes de pegarle un lengüetazo a su nieve, se la obsequió: “No la he babeado”, le dijo y ella la tomó con alegría y un poco de vergüenza. Entonces su marido, que ya no sabía para dónde correr, le preguntó si acaso aquello había ocurrido el día del eclipse total de sol, y si ese niño, que era él, llevaba un uniforme azul con gris. Y la esposa, que sólo tenía que responder que sí, con un ataque repentino de profundidad, le respondió: “Toda la vida, hasta antes de conocerte por segunda vez, me imaginaba en dónde estaría en esos momentos el amor de mi vida. Y ya lo conocía”. Lo que sigue no tiene caso contarlo.

Esto cuando no somos más que rehenes del destino, porque también hay otra forma de paliar esos reveses que, por pura saña, la vida nos factura.

Cuando Luisa bajó las escalerillas y se posó bajo el puente de roca para tomar una foto de su marido, un fragmento de piedra de la talla de un durazno se desprendió y la golpeó de lleno en la frente, un golpe seco que la encegueció unos instantes y le provocó sendos mareos durante las semanas subsecuentes. A los dos meses perdió la vista. Por fortuna, para su trabajo no era tan necesaria la visión como sí sus manos, su simple presencia y sus otros sentidos bien ecualizados en una oficina de recursos humanos, entrevistando a los postulantes para diversos empleos. Aprendió a leer braille y a conducirse sola dentro de su casa y su oficina, pero era necesario que el trayecto, que usualmente realizaba a pie y abordando un autobús, fuera atacado con ese ahínco y ese fervor independiente sin que su marido la llevara del brazo hasta sentarla tras su escritorio. “Es necesario –le dijo a su cónyuge– que realice el trayecto sola”. Él estuvo de acuerdo. Hicieron un último recorrido contando los pasos y permitiendo que ella se orientara con su bastón especial. Aprendió a identificar por su tamaño y su textura las monedas necesarias para pagar el camión, y contó el número de paradas, guiándose por el sonido del gas de los frenos y las puertas hidráulicas que abren y cierran. El lunes siguiente era la prueba de fuego. Toda la semana Luisa salía de casa, se despedía de su marido y comenzaba su trayecto rumbo a la oficina. Se volvió una experta. Meses después su marido murió víctima de un cáncer silencioso y devastador. Alguna vez, platicando con una de sus hermanas, Luisa le dijo que lo que más extrañaba de Alberto era la confianza en ella misma que él proporcionaba brindándole independencia en todo sentido. Sobre todo desde que le permitió ir sola al trabajo.

-¿Sabes, María?, siempre sentí la compañía de Alberto en esas caminatas rumbo al trabajo, era como si él estuviese conmigo, eso me daba confianza.

Y María, que ya no veía funcionalidad en guardar el secreto, le confesó:

-Luisa, todos esos meses que fuiste sola al trabajo, Alberto te seguía a distancia prudente, inclusive se subía al camión. Todos lo sabíamos y todos estuvimos de acuerdo.

-¡No puede ser! Habría olido su loción.

-Es que, Luisa, desde entonces, Alberto dejó de perfumarse.

(Coyoacán, 2013)

miércoles, 17 de julio de 2013

La hipocondríaca notoriedad en la red


Btxo

Especialistas en el comportamiento humano no se ponen de acuerdo con un debate respecto al impacto que las redes sociales tienen en la “autoestima exacerbada” de los usuarios. La literatura científica asegura que dichos espacios, bien fomentan el narcisismo, o acaso lo aceleran. En lo que sí han empatado las opiniones es en la manera como la notoriedad en su escenario define el resultado de aquel impacto referido líneas arriba. Ansiedad, depresión, ira, alegría son sentimientos percutidos a partir de esa ruleta rusa que es revisar el timeline (o línea de tiempo, para los puristas del lenguaje) y advertir, con gozo o cólera, de qué va la vida de los demás. El siguiente canal que se abre es la respuesta, que puede dividirse en dos vertientes definidas por conceptos que actualmente se comprenden y manejan con frecuencia: “like” o “troll”. Un muro, o un timeline, pueden definirse como una fiesta a la que todos están invitados.

Para los que nacimos a mediados de los setentas, cuando todavía teníamos la oportunidad de pensar por nosotros mismos, las reglas tácitas que acompañaban la invitación a una fiesta eran sencillas: no rompas algo ni te robes nada. Es decir: no transgredas la confianza que en ti ha depositado el anfitrión. Claro que nunca falta el colado. Hace poco alguien me preguntaba si la gente que tira basura en la calle se comporta de la misma manera en sus casas. Es difícil saberlo. No obstante, sí podemos tener un ligero acercamiento si conocemos el tipo de educación y el nivel de autoestima de dicha persona. Otro individuo me preguntaba, haciendo referencia al comportamiento de la gente en redes sociales, por qué algunos de sus “añadidos” se empeñaban en envilecer una publicación inteligente o interesante, o bien cualquier manifestación de alegría, con un comentario insidioso, fuera de lugar y, hasta cierto punto, que evidencia una rabia consumada.

Uno de los principales miedos que observábamos quienes participábamos por primera vez en un taller de literatura, durante la beca Jóvenes Creadores del FONCA, iba dirigido a las críticas que los demás harían sobre nuestros avances. Afortunadamente coincidimos novelistas, ensayistas, poetas y otros artistas dentro de un ambiente de responsabilidad. A pesar de uno que otro incidente aislado, generado principalmente por la poca o nula autoestima del criticado, ya predispuesto al drama, se trató de casos menores. Hoy en día, tengo la fortuna de guardar un par de aquellas amistades, a las que puedo enviarles un texto con la confianza de recibir una crítica honesta y profunda, sin violar los límites del respeto. Porque se trata de gente educada, ¡ajá! Y esa es la misma apreciación que he atestiguado de otras personas que han participado en talleres literarios.

En la cinta “Y tu mamá también”, de Alfonso Cuarón, hay una línea que define a la perfección esa crítica exacerbada por la impotencia, o el despecho, o el desgano: “Los críticos son unos pendejos”. Y lo somos, eso hay que reconocerlo, porque la editorialización de los comentarios viene enajenada por el gusto personal. Y en mi opinión personal, al referirme a Arjona, por ejemplo, antepongo el gusto: “Es un asco de pretensión”, “Poeta hipocondríaco”; entonces, ¿por qué el tío sigue llenando el Auditorio Nacional cada vez que viene? Quizás treinta mil sujetos están en lo cierto y yo no, sin embargo, no por eso voy a recular y afirmar lo contrario. De ahí que se nos considere unos pendejos. Por eso mismo dejé de escribir de rock, quemar las naves, rasgar las cuerdas del arpa con un cuchillo filetero, y echar por la borda esos quince años en los que me forjé como una voz autorizada para decir: “deben escuchar esto, pero esto no”.

Hoy en día conozco y respeto a toda esa fauna afanosamente analítica de la que, a mis casi 40 años, puedo seguir aprendiendo. Analistas, no críticos, literarios, musicales, cinéfilos, periodísticos, etcétera. La mayoría son amigos míos y eslabonamos un pimponeo lúdico sumamente integrador y, en ocasiones, enternecedor. Gente como Gonzalo Soltero, Víctor Cabrera, Karina Cabrera, Roberto Marmolejo, Naief Yeyha y un muy reducido etcétera.

En el entendimiento del control ante la libertad otorgada por las redes sociales, resulta incomprensible que dentro de esa red que se teje de un punto a otro, inclusive con vertientes insospechadas, aún existan invitados incómodos que se tomen demasiado en serio el dogma del iconoclasta.

Una de las finalidades de dichos escenarios es precisamente, y debido a la unión que se forja de muro a muro, la integración y no el desplome de los valores personales  de la construcción del otro. Justamente, cuando no se conoce a alguien en la red, sobre todo en Facebook, junto a la imagen del interfecto reza la leyenda: “+1 Agregar a mis amigos”. ¿De qué clase de amistad estamos hablando?

El problema del “trolleo” es la ambigüedad del término. “Trollear” puede significar arrancar una sonrisa, un debate integral, pero no buscar el escarnio para generar esa notoriedad que, por fuerzas naturales, tiene un impedimento.

(Coyoacán, 2013)

martes, 9 de julio de 2013

Como dice el… Bicho: “La cortedad intelectual en redes sociales”.

Btxo*

Uno de los beneficios a corto plazo que aparentemente concebirían las redes sociales, sobre todo Twitter, era obligar a la gente no sólo a expresarse mejor, sino a aprender expresarse. Y eso era, precisamente, lo que diferenciaba a los usuarios de Twitter y Facebook: la frontera de los 140 caracteres, la inmediatez de la idea bien pensada y mejor formulada.

No obstante, en la mayoría de los casos, incluidos algunos periodistas, comunicólogos y políticos, lejos de aprender a plasmar una idea con pocas palabras (don Fernando Marcos era especialista en ello, pero él era un lector voraz de lo que fuera), los usuarios comenzaron a abusar de las contracciones y nuevos formulismos que, si bien puede creerse que conforman un neo lenguaje, también limitan la creatividad, porque es más sencillo recortar palabras, comerse vocales o enfatizar consonantes que echar a andar la maquinaria para expresarnos correctamente.

Ahora bien, el problema con Facebook radica en la amplitud de su espectro ilimitado, porque fomenta la verborrea sin sentido, ese oprobio pariente de la demagogia. No por decir más se explica mejor la idea. Precisamente, uno de los protocolos de la publicación en internet, ya sea en páginas electrónicas, blogs o redes sociales, por amateurs o periodistas especializados, es concretar para que el enunciado pueda montarse en el tren de la velocidad digital y sea digno del ritmo en dieciseisavos. La ciencia ha comprobado que la lectura en pantalla, aun cuando vaya filtrada con protectores visuales, provoca daños en la salud ocular, pero eso la gente no lo sabe, aunque debería intuirlo desde el momento en que el ojo comienza a resecarse.

Lo que resulta infamante es que los usuarios no sepan aprovechar las oportunidades. Ahora todo el mundo puede ser escritor al crear un blog, o bitácora, o engancharse a una red social para decir lo que sea, y está bien, sin embargo, esto no habla bien de aquellos que utilizan la caja en blanco para copiar y pegar frases de otros, aun dando el crédito, desde Shakespeare hasta Chespirito, o bien, tomando frases ya no digamos de películas, lo que demostraría cierto nivel cultural, sino de programas de televisión abierta, caricaturas cuyo objetivo es deformar el lenguaje y hasta citas de patéticos locutores deportivos o de espectáculos acuñándolas no como propias pero sí como parte de su personalidad socavada por su propia ignorancia.

El uso continuo de refranes, frases hechas y líneas de otros solamente demuestra la cortedad de lenguaje de quien las aborda con la vehemencia de un pirata alcohólico. Es lo mismo que ocurre con quienes buscan una “luminaria” para tomarse una foto con ella, porque, después del clic, su vida vuelve a ser la de siempre.


*Btxo: Apócope de Bicho, más por razones estéticas, ponderando la fonética y como firma indeleble.
(Coyoacán, DF: Distrito Independiente, 2013)