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viernes, 1 de noviembre de 2013

Calaverita para la banda de twitter...

A mis amigos de Twitter una calaverita quería escribirles,

pero tiempo no me dio.

El trabajo me lo impide, aunque hay una buena razón.

Se acumula muy muy fuerte,

porque preparamos, con el sudor de nuestra frente,

el próximo Día Mundial de la Diabetes.


;)


miércoles, 4 de septiembre de 2013

De los kilitos de más a las marchas de la CNTE*

Por Btxo

Hace unas semanas, a un amigo y a mí nos acusaron de ser hipsters (quizás por la actitud, las camisas a cuadros, los tenis flats, la música que escuchamos y los antros a los que vamos), y aun cuando a estas alturas no me parece que semejante epíteto engendre un espíritu denigrante, lo cierto es que nos tomó por sorpresa, y mi amigo Sebastián (el otro aludido), intentó defendernos con poca fortuna porque el tiro más bien le salió por detroit: “¡No! ¡No te preocupes! Tú y yo no podemos ser hipsters por una razón muy simple: Los dos estamos gordos”. Okeeeeeei, pensé, es un argumento válido, aunque el muy bestia pudo haber esgrimido otro, cualquiera, incluso la negación firme y perpetua como rosa de pétalos perennes.

Para los poco enterados (casi todos), la obesidad y el sobrepeso son bastante ambiguos, más aún si consideramos que la obesidad cuenta con otro escalafón, de corte morboso, que la define, precisamente, como “mórbida”. Después de semejante ardid para salir avantes a medias, consideré que el bueno de Sebasttardo (su nombre de batalla punk) y yo (su Bicho servidor) no tenemos ni obesidad ni sobrepeso, sino guardamos unos kilitos de más, muy aprovechables en épocas de frío. O sea: ‘tamos gordis.

Definir si alguien tiene sobrepeso o está gordo es tarea de médicos y especialistas como los endocrinólogos y las nutriólogas, sólo ellos, porque ni siquiera calculando el índice de masa corporal (IMC) en la comodidad de tu sala es posible llegar a una conclusión veraz. Inclusive, estudios científicos han desbaratado la utilidad, en estos casos, del cálculo del IMC por medio de una sencilla operación aritmética para determinar si alguien se pasó de levadura.

Ocurre lo mismo, que quede claro de una vez por todas, con la apreciación de las marchas y bloqueos con que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) ha irrumpido en nuestras vidas. Finalmente, la resolución es personal e intransferible, además de ambigua, porque ni siquiera los enterados han podido estipular, desde un punto de vista neutral, qué carajo es lo que está sucediendo.

No obstante, es evidente el caos que ha sentado sus reales en esta ciudad de por sí histérica que reacciona aún más, como cualquier organismo, cuando un ejército de parásitos alcanza sus entrañas. No miento, y no lo reclamo desde un punto de vista parcial sino con la evidencia generada por lo empírico, que genera un enunciado hermenéutico: “La ciudad se ha vuelto peor desmadre desde que los maestros la invadieron”. Por otro lado, ya desde una motivación parcial, sólo espero que estos individuos, que tienen la libertad de pasearse pacíficamente por la ciudad, no intenten amotinarse porque el sistema de defensa de este organismo de concreto y hierro les va a meter un cruzado a la mandíbula, muy bien ganado.

Sin embargo, así como se han expuesto las razones por las que la mayoría de los capitalinos sentimos repulsión por esta especie de falso movimiento plagado de hipocondría subversiva que afecta el dinamismo de los habitantes legítimos del Distrito Federal, es necesario que, sin ambigüedades, sus integrantes y voceros y dirigentes expliquen sus motivaciones, mismas que se han escondido tras un grito de batalla al lanzarse contra la aprobación de reformas que ni ellos mismos comprenden. Y como evidencia se esgrime la ausencia de un plan de trabajo, así como su discurso unilateral y constreñido a sus negativas, y un plan de acción nómada que comprende movilizaciones sin ton ni son (hasta las plagas tienen una orquestación coherente) y un estancamiento en esa base de operaciones que es el Zócalo Capitalino que los hace ver más como piratas borrachos con el horizonte perdido, y no como aquellos filibusteros que, con ahínco y orden, pretenden tomar la Isla Tortuga.

Quizás sería bueno que en estos tan llevados y traídos libros de texto gratuitos con sendas faltas de ortografía que ya son tomadas como un reto por los estudiantes, se incluyera un listado de la cantidad de negocios que quebraron durante la toma de Paseo de la Reforma por las huestes de Andrés Manuel López Obrador tras su berrinche electoral. Para que quede constancia de una memoria real y objetiva, y no sólo la que le conviene a los inconformes, cuyo problema es reconocer que han cometido un error.

Por otra parte, la guerra de sentencias y enunciados a favor y en contra de la CNTE y su hipocondría ha derivado la voz del pueblo en las redes sociales, un terreno simple y banal, más como un vertedero de emociones, que obra como extensión de la zona de confort de quienes en verdad no entendemos qué es lo que sucede pero nos sentimos con el derecho de opinar, derecho bien derecho, pero que debería pasar por el filtro de la honestidad y no por el de las vísceras a punto de cocción, o sea: por calientes. Hay que ganarse el derecho de opinar. Y hablo un, dos, tres por mí y por todos mis compañeros que están a favor y en contra de semejante tongo.

Me gustaría que uno de esos profes, juro que no puedo llamarlos maestros, me explicara qué siente al saber que mientras él pelea su aguinaldo o su necedad de no ser evaluado (vaya idiotez expuesta por quien tiene que evaluar a los estudiantes) han sido descontados miles de salarios diarios de trabajadores que no pudieron llegar a sus empleos. ¡Vaya manera de bregar por el pueblo!

Y me pregunto también si alguien con los seis sentidos bien puestos (si añadimos el sentido común) quisiera que uno de esos sujetos esté en un aula “enseñando y educando” a sus hijos.

Me decía alguien hace poco: “Ellos te enseñaron y ahora estás en su contra”. No, señor, porque yo estudié en una escuela privada, gracias al trabajo de mis padres, y esa es la misma razón por la que mi hijo estudia en una escuela privada. Sí, ya sé que no todos tienen esa posibilidad, y por eso mismo es necesario que se mire con lupa no al movimiento y ni siquiera a los daños morales, sí morales, y económicos que han provocado en quienes sí podemos hacerlo pero necesitamos trabajar para ello, sino al tipo de personajes que se ostentan como trabajadores de la educación cuando lo que menos demuestran es eso. ¿O es acaso su actitud producto del resentimiento social? Y de no ser así, ¿acaso no es mejor demostrar que hay capacidad real sometiéndose a una evaluación? ¿No sería un buen principio para callarle la boca a quien asegura que el modelo educativo del país es un asco? Porque para ser modelo de enseñanza hay que poner el ejemplo.

El verdadero problema aquí es el contagio de la desinformación y el caos agregado que esto genera, porque ni unos ni otros son capaces de explicar qué es lo que está sucediendo. Quizás sólo los entendidos, los expertos, dejando de lado a aquellos que maman línea de unos y otros, como algunos medios y la izquierda más radical que ha dejado de funcionar con coherencia. Los de siempre, pues. Y también cabe la irresponsabilidad de quienes fomentan la barbarie desde un punto de vista sumamente cómodo (es decir: quienes ven la revolución con una marca serigrafiada en una camiseta), tras la mesa de un Starbucks, y no importa que usen tenis Converse, cuando lo que se necesita es fomentar el diálogo. Otro problema muy importante es la manera como se han abaratado y banalizado las marchas.

Yo he mamado de la izquierda desde la cuna, gracias a la influencia paterna y literaria, como tantos otros que estamos en contra de este caos, pero no puedo consentir que se entorpezca mi trabajo por el deseo de unos cuantos. Y este descontento no se resume sólo a quienes hemos leído, sino también hacia quienes solamente tienen la necesidad de trabajar, a su nivel, para su propia manutención y la de sus familias. Y algunos de ellos para pagar, vía sus impuestos, los sueldos y los bonos y los aguinaldos de estos sujetos.

Y no, no se dejen llevar por los últimos estertores de una izquierda desesperada y necesitada de credibilidad que equipara las marchas de la CNTE con el movimiento zapatista, porque ni en fondo ni en forma ni en trascendencia nacional e internacional puede considerarse dicho empate, ni siquiera tras su debacle natural. Porque semejante argumento ya rozó las fronteras de la mala leche. Más bien por el contrario, porque la conciencia social que generó dicho movimiento indígena –manipulado o no, eso tampoco lo sabe nadie con certeza, porque lo que importó fue el efecto social– puede servir para abrir el espectro de la población y hacerla admitir que este tipo de situaciones no pueden tolerarse en este siglo y en una ciudad cuyos avances en muchos aspectos socioculturales han sido evidentes.

Si somos optimistas creeremos que el cambio puede llegar, paulatino, aunque quizás ya no nos toque ser testigos, y todo comienza con la educación, pero los educandos, con semejantes modelos, no podrán llegar muy lejos, porque su criterio está siendo envenenado.

(Coyoacán, 2013)

*Esta entrada también iba a llamarse: How can we wear a pair of Converse in the middle of the revolution, while we drink coffee at Starbucks.

¿Usted dejaría a sus hijos en un salón con estos tipejos?

martes, 27 de agosto de 2013

Felipe Babalú Toledo... Amigo meu...

[Josu Landa arranca su novela Y/O (ensamble) con un párrafo de significado puntual y lacónico: “Hijo de puta, hijo de la gran puta, hijo de la grandísima puta, hijoputa, hijo de su puta madre, hijoeputa, hideputa, hijueputa: Estas observaciones, rabiosas variaciones de un mismo epíteto pretenden ser una definición de Rogerio Sanz-Dernié…”. Por consejo del mimo Josu, mi proyecto novelado del Fonca comenzaba con una frase que pocas veces hemos podido esbozar ante otra persona: “Tu madre está muerta” (yo ya lo hice, y no me agradó mucho).] Y comienzo:


“¡Maldito bastardo, me salvaste la vida!”, como elogio y adjetivo de quien ha significado mucho para mí.
Si algo nos unió a Felipe Babalú Toledo y a mí fue precisamente la manera como abordamos la vida –con la crudeza de quien puede deshacerse de algo sin que importen las consecuencias– y la sensibilidad con que afrontamos la música y ésta, junto al análisis hermenéutico de los momentos, se ha vuelto parte inherente de cada proceso de inhalación y exhalación de oxígeno.

Hace poco, alguien me espetó que yo prefería tener fans que amigos, y Babalú fue, en primer plano, un fan, después un amigo y finalmente un hermano, no obstante nuestra consistencia emocional de flanes (chiste privado), quizás el último escalafón que alguien pretende alcanzar cuando admira a otra persona. Porque de la admiración a la realidad media un proceso de conocimiento mutuo que, conforme pasa el tiempo, va aclarando la visión. No sé si decirle que aquella admiración era más bien producto de su inexperiencia y la urgencia que mostraba al adherirse a algo, el sentido de pertenencia. No obstante, la palabra fan engloba la admiración, mismo sentimiento que se experimenta por un hermano y, en algunos casos, por un amigo.

Como se ha manoseado tantas veces en la ficción, el ídolo emerge del papel, en este caso una revista de rock, y se muestra humano, admitiendo, por alguna extraña concatenación astral, que existe una unión más allá de la página impresa, y Babalú demostró aún mayor humanidad al no perder el respeto hacia quien se mostraba, ya en persona, como un ser vulnerable.

Quizás, como sucede en muchos casos, la tremenda amistad que se forjó entre ambos se debió a la coincidencia con varios amigos (“qué pequeño es el mundo”, dirán los amantes de las frases hechas), enlisto: The Cure, The Smiths, Morrissey, Front 242, Rancid, Ministry, Static X, Magos Herrera, Chicane, RockStage y, sobre todo, Karina Cabrera, empatando todos en un espectro del planeta en el que no cualquiera tiene pase VIP.

Cuando lo conocí, Felipe era un sujeto con muchas preguntas, y hoy en día, lo veo como un consejero, un gurú, un psiquiatra que tiene más bien respuestas. Lo observaba, en efecto, como a un fan, a veces nervioso, a veces sumamente inquisitivo, otras, determinante. Con el paso del tiempo, su ser fue ocupando un sitio en el panteón arquetípico de mis hermanos, de la mano de un Alex Hernández, Xabi Belmont, Pablo Osset, la misma Karina Cabrera, Eddy Govea, Gonzalo Soltero, Víctor Cabrera, Sebastián Ortiz Casasola, Sara Velázquez, Sara Arellano y un reducido, muy reducido, etcétera que ha sido determinante en mi vida como escritor y persona.

Babalú se volvió fan de Coyoacán, de la Caverna, del Búnker, del DF, de la ganja defeña, de Marcelo Ebrard, de esta ciudad enigmática que antes que escupirlo lo aceptó como a un hijo pródigo y por el que espera para sentirse conquistada; porque este bestia tiene un porcentaje chilango muy importante en su sangre. Y se volvió fan, entonces, de mi hijo Leonardo y de La Coneja, de mi familia, mi territorio y mis amigos. De lo poco que puede tener quien alguna vez tuvo fans y hoy se oculta para dejar de ser presa de aquella “fama” que arrastraba y estorbaba tanto.

Anécdotas
Viernes por la noche. Mi entonces esposa Irene y yo abrimos una botella de vodka y pusimos un video de The Cure en la platina del DVD. La noche era fría en Coyoacán y permeaba un clima de calma. Arranca Pictures of You y hasta Irapuato, de donde es oriundo este tío, envío el primer párrafo de la letra, y él, de inmediato, devuelve el siguiente, y así, nos fuimos pimponeando ante el asombro de La Coneja que no daba crédito. “Vaya que se conocen”, me dijo mi ex. “Es la música”, referí.

Años después, tras experimentar un divorcio que me condujo al alcoholismo concreto, en una etapa de autodestrucción muy digna de un punk respetable, recibí la visita sorpresiva de este irapuatense chilango también muy digno: “Vengo a arreglar unos asuntos a la UNAM”, dijo. Después de unos días, antes de su partida, tras pasarla bomba en La Caverna, con otros cofrades, se sinceró: “Vine porque me preocupabas, tenía miedo de que te hicieras algo”. Estaba en lo cierto. Técnicamente, Babalú me salvó la vida. Pero no es por eso que lo quiero tanto. Lo quiero porque es mi hermano, porque ha seguido mi proceso desde el principio hasta el final, girando el espejo, porque, viejo, hoy más que nunca: soy tu fan.

No quiero que te vayas, porque a pesar de la distancia, eres el ancla y la respuesta cuerda. Tú me conoces mejor que nadie. Pero Londres está muy lejos y un año es mucho tiempo. Pero ¡lárgate!, porque hay un chingo de mundo para meterle unas tarascadas salvajes. Ojalá al volver sigas siendo el mismo, pero con otra coraza. Te quiero, bro.

Pero Felipe también deja en herencia momentánea un pueblo irapuatense cálido y con los brazos abiertos que me recibió cuando La Coneja, Polly, Cass, La Ratona o SúperGin me obligaban a huir, y una pléyade de hermanos como Isa “Pucheros” Guevara, Ulises “Chicuelo” Miranda, Sabino “Rugby doG” Zamora, Fer Arvizu y su camisa rosa, Ramón “La licenciada” Solís, Bábara Cosset “Bauhaus” Núñez de Cáceres, Jacsan Mono, Daniela “Galleta” Ruiz, el tremendo Diego “Born to be hated”, Peri “Gran General” y thrasher a madres, Arturo “Sensei” Dumaine, y el buen Pompom, además de su entrañable familia.

Gracias por todo, viejo feo.

Te esperamos de vuelta.

Bicho

jueves, 15 de agosto de 2013

La carnicería noticiosa (La información informal o De periodista a robot)

Por Btxo

La facilidad que brinda la tecnología para el desarrollo de nuevos medios de comunicación vía internet, ha traído como consecuencia la desvalorización del periodista. Hoy en día, la noticia peca de inmediatez y la investigación ha quedado de lado.

Alrededor del nacimiento de nuevos medios electrónicos flota el inclemente fantasma de la supervivencia vía la venta de espacios publicitarios en pantalla, en un país en donde la pornografía sigue siendo el primer tópico de búsqueda. Curiosamente, México, un país costumbrista y moralista, aún prefiere la información impresa y, por ende, la velocidad con que se publican las noticias interesa sólo a unos pocos.

Tal y como ocurría en el circo romano, el nuevo campo de juego, llamado Twitter, ha trasladado la competencia de las ocho columnas desde las tijeras de los puestos de periódicos hacia las pantallas de móviles inteligentes, tabletas y ordenadores, sin dejar de lado la carnicería y el oportunismo. La exclusividad de la nota se ha transformado en el “fusil” descarado y todos compiten por dar “la primera patada” en Twitter.

Por desgracia, aquello ha motivado que las mesas de redacción de los medios electrónicos se conviertan en especie de campos de concentración en donde la veracidad y la calidad se sacrifican por la velocidad. Dichas mesas se han metamorfoseado en líneas de producción de notas a granel, algunas francamente irrelevantes, sacrificando estilo y reglas básicas de redacción.

Si a ello le sumamos la crisis laboral por la que este país atraviesa desde hace más de 20 años, entonces los editores tienen una gran ventaja, ya que consideran viable pagar ínfimas sumas de dinero a redactores que trabajan por volumen y que aceptan esos sueldos insultantes con tal de figurar, y condiciones y horarios de trabajo, en algunos casos, francamente inhumanos.

Es penoso ver cómo los nuevos medios no sólo maniatan a sus trabajadores al bloquear cualquier instinto creativo, sino evitan brindar prestaciones elementales y, encima, esperan el agradecimiento al desempeñar un oficio que ha dejado de coquetear con el arte de la redacción puntual y estilística.

El estilo se ha homologado en la frialdad de los segundos que gotean, y “el cierre” se constriñe en instantes dignos de un robot.

El fomento de la profesión ha sido olvidado en detrimento de años y años de estudio y especialización, y los licenciados en periodismo, recién desempacados y oliendo a nuevos, suman minutos de vuelo sentados en puntos de engorde, como bien los llamó Douglas Coupland en su excelente libro “Generación X”, tableteando sobre las teclas de los ordenadores a velocidad suicida, en todo sentido, ya que dicho modus vivendi resulta inclusive perjudicial para la salud del redactor a causa del estrés y el sedentarismo obligado.

Hoy en día, el periodista ha dejado de ser considerado un factor indispensable dentro del espectro informativo, y se ha convertido en un engrane más del sueño cibernético. Todo por la avaricia de quienes consideran que el negocio está en la pantalla del ordenador, olvidando la responsabilidad de los medios, que es brindar información veraz, formal y responsable.

Cada vez más, los medios electrónicos dejan de lado la investigación noticiosa y el trabajo periodístico, y actúan como chacales, o buitres, en busca de la información inmediata, cachando notas de otros medios establecidos, para pasarlas por el tamiz de su propio esquema para, vía el uso de sinónimos, decir la misma cosa y buscarse un sitio en esa cascada de información informal llamada Twitter.

(Coyoacán, 2013)

miércoles, 24 de julio de 2013

Las casualidades y el sabor polizonte

Por Btxo
Es impresionante la manera como descubrimos que la vida te mete un cruzado a la mandíbula por el lado ciego. Es decir que, mientras degustas un helado de pistache con pasas (sin albur), de pronto, aprovechando que volteas a ver el paso cachaco con que se desplaza la rubia de la izquierda, por la derecha vuela un pájaro en pleno ascenso y te zurra la nieve con tino de apache y al mismo tiempo el sol, que te macetea inclemente, funde un poco más la consistencia como para que el lastre intestinal del ave se confunda con una pasa y no lo notes hasta que mezclas la nieve verde con el trozo y el caldillo que lo acompaña en tu paladar, degustándolo hasta advertir que se trata de un sabor polizonte. Puede que nada ocurra, más allá de las primeras arcadas, pero también puede que te ganes una infección estomacal que te tumbe dos días en cama hasta con alucinaciones. Una vez, durante una fiebre tan poderosa que podía comenzar a generar mi propio deshielo polar, creí que el telescopio montado en su tripié era una titánica mantis religiosa que venía a envolverme en un capullo. Mi madre me contaba una anécdota que escuchó cuando era niña, y que ocurrió en un picnic de la alta sociedad en los años cincuentas, cuando una mujer, con un tocado tan amorfo y firme como una escultura de José Luis Cuevas, de esos que se mantenían erguidos durante días, tuvo la mala idea de colocarse bajo un árbol, y al mismo tiempo, una araña embarazada vio en semejante pelucón el nicho adecuado para verter su descendencia. Sin previo aviso, con desdén y sin permiso, la araña se descolgó sin muchos efectos especiales y anidó en lo que para ella y sus crías podía ser uno de esos condominios con forma de panal que hoy vemos germinar en Santa Fe o Interlomas. Días después la mujer comenzó a decir idioteces en la sobremesa y de pronto cayó muerta con la cara en el plato de arvejas que apenas había probado. Los testigos, sus hijos, dejaron pasar unos segundos antes de ahogar un grito provocado por la hilera de arañas violinistas que salió a ver qué carajo había ocurrido con su condominio, en qué clase escollera había encallado su paraíso ambulante, y después invadieron la mesa y la cocina reclamando un reembolso. Cuando los forenses realizaron la autopsia, debieron serruchar el peinado como se hace con el casco de un jugador de futbol americano que acaba de sufrir una conmoción y su columna vertebral quedó para el perro, y descubrieron una serie de ventanas abiertas no sólo en el cuero cabelludo sino en el mismo cráneo, dejando ver porciones del cerebro –la mujer se había quejado de intensos dolores de cabeza– que las crías fueron comiendo, poco a poco, anestesiando las sensaciones más potentes con la esencia de su veneno. Alguien podría hablar de buena o mala suerte, o bien de un milagro, cuando en realidad sólo se trata de coincidencias.

Cuenta una leyenda que dos jóvenes se conocieron en la fila del cine, ambos iban solos a ver cualquier película y, sin ponerse de acuerdo, entraron a ver una de vampiros: a ella le daban miedo y él era un erudito, acordaron, posteriormente, en la fila de las palomitas, entrar juntos. Cinco años después, durante su noche de bodas, recordaron, entre tragos de champaña y cigarrillos en las pausas que requería la administración de la pasión, aquel momento en que, por casualidad se conocieron. No obstante, al seguir tirando del hilo de sus memorias, llegaron a un punto en el que el hada de las casualidades les paseó su lengua fría por todo el espinazo: Ella contó cómo, durante un viaje escolar al Museo de Antropología, sus compañeras más grandes, nomás por joder, le tiraron su bola de helado y cómo un niño, de aspecto sutil y bondadoso de otra escuela, que había atendido la escena a distancia, antes de pegarle un lengüetazo a su nieve, se la obsequió: “No la he babeado”, le dijo y ella la tomó con alegría y un poco de vergüenza. Entonces su marido, que ya no sabía para dónde correr, le preguntó si acaso aquello había ocurrido el día del eclipse total de sol, y si ese niño, que era él, llevaba un uniforme azul con gris. Y la esposa, que sólo tenía que responder que sí, con un ataque repentino de profundidad, le respondió: “Toda la vida, hasta antes de conocerte por segunda vez, me imaginaba en dónde estaría en esos momentos el amor de mi vida. Y ya lo conocía”. Lo que sigue no tiene caso contarlo.

Esto cuando no somos más que rehenes del destino, porque también hay otra forma de paliar esos reveses que, por pura saña, la vida nos factura.

Cuando Luisa bajó las escalerillas y se posó bajo el puente de roca para tomar una foto de su marido, un fragmento de piedra de la talla de un durazno se desprendió y la golpeó de lleno en la frente, un golpe seco que la encegueció unos instantes y le provocó sendos mareos durante las semanas subsecuentes. A los dos meses perdió la vista. Por fortuna, para su trabajo no era tan necesaria la visión como sí sus manos, su simple presencia y sus otros sentidos bien ecualizados en una oficina de recursos humanos, entrevistando a los postulantes para diversos empleos. Aprendió a leer braille y a conducirse sola dentro de su casa y su oficina, pero era necesario que el trayecto, que usualmente realizaba a pie y abordando un autobús, fuera atacado con ese ahínco y ese fervor independiente sin que su marido la llevara del brazo hasta sentarla tras su escritorio. “Es necesario –le dijo a su cónyuge– que realice el trayecto sola”. Él estuvo de acuerdo. Hicieron un último recorrido contando los pasos y permitiendo que ella se orientara con su bastón especial. Aprendió a identificar por su tamaño y su textura las monedas necesarias para pagar el camión, y contó el número de paradas, guiándose por el sonido del gas de los frenos y las puertas hidráulicas que abren y cierran. El lunes siguiente era la prueba de fuego. Toda la semana Luisa salía de casa, se despedía de su marido y comenzaba su trayecto rumbo a la oficina. Se volvió una experta. Meses después su marido murió víctima de un cáncer silencioso y devastador. Alguna vez, platicando con una de sus hermanas, Luisa le dijo que lo que más extrañaba de Alberto era la confianza en ella misma que él proporcionaba brindándole independencia en todo sentido. Sobre todo desde que le permitió ir sola al trabajo.

-¿Sabes, María?, siempre sentí la compañía de Alberto en esas caminatas rumbo al trabajo, era como si él estuviese conmigo, eso me daba confianza.

Y María, que ya no veía funcionalidad en guardar el secreto, le confesó:

-Luisa, todos esos meses que fuiste sola al trabajo, Alberto te seguía a distancia prudente, inclusive se subía al camión. Todos lo sabíamos y todos estuvimos de acuerdo.

-¡No puede ser! Habría olido su loción.

-Es que, Luisa, desde entonces, Alberto dejó de perfumarse.

(Coyoacán, 2013)

miércoles, 17 de julio de 2013

La hipocondríaca notoriedad en la red


Btxo

Especialistas en el comportamiento humano no se ponen de acuerdo con un debate respecto al impacto que las redes sociales tienen en la “autoestima exacerbada” de los usuarios. La literatura científica asegura que dichos espacios, bien fomentan el narcisismo, o acaso lo aceleran. En lo que sí han empatado las opiniones es en la manera como la notoriedad en su escenario define el resultado de aquel impacto referido líneas arriba. Ansiedad, depresión, ira, alegría son sentimientos percutidos a partir de esa ruleta rusa que es revisar el timeline (o línea de tiempo, para los puristas del lenguaje) y advertir, con gozo o cólera, de qué va la vida de los demás. El siguiente canal que se abre es la respuesta, que puede dividirse en dos vertientes definidas por conceptos que actualmente se comprenden y manejan con frecuencia: “like” o “troll”. Un muro, o un timeline, pueden definirse como una fiesta a la que todos están invitados.

Para los que nacimos a mediados de los setentas, cuando todavía teníamos la oportunidad de pensar por nosotros mismos, las reglas tácitas que acompañaban la invitación a una fiesta eran sencillas: no rompas algo ni te robes nada. Es decir: no transgredas la confianza que en ti ha depositado el anfitrión. Claro que nunca falta el colado. Hace poco alguien me preguntaba si la gente que tira basura en la calle se comporta de la misma manera en sus casas. Es difícil saberlo. No obstante, sí podemos tener un ligero acercamiento si conocemos el tipo de educación y el nivel de autoestima de dicha persona. Otro individuo me preguntaba, haciendo referencia al comportamiento de la gente en redes sociales, por qué algunos de sus “añadidos” se empeñaban en envilecer una publicación inteligente o interesante, o bien cualquier manifestación de alegría, con un comentario insidioso, fuera de lugar y, hasta cierto punto, que evidencia una rabia consumada.

Uno de los principales miedos que observábamos quienes participábamos por primera vez en un taller de literatura, durante la beca Jóvenes Creadores del FONCA, iba dirigido a las críticas que los demás harían sobre nuestros avances. Afortunadamente coincidimos novelistas, ensayistas, poetas y otros artistas dentro de un ambiente de responsabilidad. A pesar de uno que otro incidente aislado, generado principalmente por la poca o nula autoestima del criticado, ya predispuesto al drama, se trató de casos menores. Hoy en día, tengo la fortuna de guardar un par de aquellas amistades, a las que puedo enviarles un texto con la confianza de recibir una crítica honesta y profunda, sin violar los límites del respeto. Porque se trata de gente educada, ¡ajá! Y esa es la misma apreciación que he atestiguado de otras personas que han participado en talleres literarios.

En la cinta “Y tu mamá también”, de Alfonso Cuarón, hay una línea que define a la perfección esa crítica exacerbada por la impotencia, o el despecho, o el desgano: “Los críticos son unos pendejos”. Y lo somos, eso hay que reconocerlo, porque la editorialización de los comentarios viene enajenada por el gusto personal. Y en mi opinión personal, al referirme a Arjona, por ejemplo, antepongo el gusto: “Es un asco de pretensión”, “Poeta hipocondríaco”; entonces, ¿por qué el tío sigue llenando el Auditorio Nacional cada vez que viene? Quizás treinta mil sujetos están en lo cierto y yo no, sin embargo, no por eso voy a recular y afirmar lo contrario. De ahí que se nos considere unos pendejos. Por eso mismo dejé de escribir de rock, quemar las naves, rasgar las cuerdas del arpa con un cuchillo filetero, y echar por la borda esos quince años en los que me forjé como una voz autorizada para decir: “deben escuchar esto, pero esto no”.

Hoy en día conozco y respeto a toda esa fauna afanosamente analítica de la que, a mis casi 40 años, puedo seguir aprendiendo. Analistas, no críticos, literarios, musicales, cinéfilos, periodísticos, etcétera. La mayoría son amigos míos y eslabonamos un pimponeo lúdico sumamente integrador y, en ocasiones, enternecedor. Gente como Gonzalo Soltero, Víctor Cabrera, Karina Cabrera, Roberto Marmolejo, Naief Yeyha y un muy reducido etcétera.

En el entendimiento del control ante la libertad otorgada por las redes sociales, resulta incomprensible que dentro de esa red que se teje de un punto a otro, inclusive con vertientes insospechadas, aún existan invitados incómodos que se tomen demasiado en serio el dogma del iconoclasta.

Una de las finalidades de dichos escenarios es precisamente, y debido a la unión que se forja de muro a muro, la integración y no el desplome de los valores personales  de la construcción del otro. Justamente, cuando no se conoce a alguien en la red, sobre todo en Facebook, junto a la imagen del interfecto reza la leyenda: “+1 Agregar a mis amigos”. ¿De qué clase de amistad estamos hablando?

El problema del “trolleo” es la ambigüedad del término. “Trollear” puede significar arrancar una sonrisa, un debate integral, pero no buscar el escarnio para generar esa notoriedad que, por fuerzas naturales, tiene un impedimento.

(Coyoacán, 2013)

martes, 9 de julio de 2013

Como dice el… Bicho: “La cortedad intelectual en redes sociales”.

Btxo*

Uno de los beneficios a corto plazo que aparentemente concebirían las redes sociales, sobre todo Twitter, era obligar a la gente no sólo a expresarse mejor, sino a aprender expresarse. Y eso era, precisamente, lo que diferenciaba a los usuarios de Twitter y Facebook: la frontera de los 140 caracteres, la inmediatez de la idea bien pensada y mejor formulada.

No obstante, en la mayoría de los casos, incluidos algunos periodistas, comunicólogos y políticos, lejos de aprender a plasmar una idea con pocas palabras (don Fernando Marcos era especialista en ello, pero él era un lector voraz de lo que fuera), los usuarios comenzaron a abusar de las contracciones y nuevos formulismos que, si bien puede creerse que conforman un neo lenguaje, también limitan la creatividad, porque es más sencillo recortar palabras, comerse vocales o enfatizar consonantes que echar a andar la maquinaria para expresarnos correctamente.

Ahora bien, el problema con Facebook radica en la amplitud de su espectro ilimitado, porque fomenta la verborrea sin sentido, ese oprobio pariente de la demagogia. No por decir más se explica mejor la idea. Precisamente, uno de los protocolos de la publicación en internet, ya sea en páginas electrónicas, blogs o redes sociales, por amateurs o periodistas especializados, es concretar para que el enunciado pueda montarse en el tren de la velocidad digital y sea digno del ritmo en dieciseisavos. La ciencia ha comprobado que la lectura en pantalla, aun cuando vaya filtrada con protectores visuales, provoca daños en la salud ocular, pero eso la gente no lo sabe, aunque debería intuirlo desde el momento en que el ojo comienza a resecarse.

Lo que resulta infamante es que los usuarios no sepan aprovechar las oportunidades. Ahora todo el mundo puede ser escritor al crear un blog, o bitácora, o engancharse a una red social para decir lo que sea, y está bien, sin embargo, esto no habla bien de aquellos que utilizan la caja en blanco para copiar y pegar frases de otros, aun dando el crédito, desde Shakespeare hasta Chespirito, o bien, tomando frases ya no digamos de películas, lo que demostraría cierto nivel cultural, sino de programas de televisión abierta, caricaturas cuyo objetivo es deformar el lenguaje y hasta citas de patéticos locutores deportivos o de espectáculos acuñándolas no como propias pero sí como parte de su personalidad socavada por su propia ignorancia.

El uso continuo de refranes, frases hechas y líneas de otros solamente demuestra la cortedad de lenguaje de quien las aborda con la vehemencia de un pirata alcohólico. Es lo mismo que ocurre con quienes buscan una “luminaria” para tomarse una foto con ella, porque, después del clic, su vida vuelve a ser la de siempre.


*Btxo: Apócope de Bicho, más por razones estéticas, ponderando la fonética y como firma indeleble.
(Coyoacán, DF: Distrito Independiente, 2013)

domingo, 23 de junio de 2013

El periodismo gandalla (o la nueva realidad del periodismo, o la muerte de las fórmulas caducas)

Uno de los mejores libros que he leído se llama El Periodismo Canalla, de Tom Wolfe. Se trata de una recopilación de textos, muy al estilo de Los Once de la Tribu, de Juan Villoro, que demuestra que, para destacar en la profesión, es necesario gozar de ciertas libertades.


Que te llamen simplemente periodista, reportero o comunicador es igual a que te llamen licenciado: una limitante. El verdadero reto no es contestar llanamente el ¿qué?, ¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo? y ¿dónde?, sino demostrar que eres escritor. El escritor lo engloba todo. Y el escritor se forma en la “talacha”, como el buen futbolista (Cuauhtémoc Blanco), el buen patinador (Tony Hawk), el músico (José Cruz), el actor (Johnny Depp), el pintor (Vincent Van Gogh) y el experto en videojuegos (mi hijo Leonardo), es decir que está más emparentado con el arte que con formularios.

Para escribir deben respetarse lineamientos ortográficos pero nada más, dándole mayor importancia al fondo y las formas. Es decir que, respetando la información, el estilo para redactar trabaja en relación directa con el resultado. Siempre va a ser más atractivo el texto que comienza con una frase fuerte, como las buenas novelas, que respondiendo las cinco preguntas del Apocalipsis como si se tratase de un formulario burocrático. Esto, al menos, en el periodismo moderno e inmediato, aquél que te lleva a hacer una bola de papel con el boletín para practicar tus encestes a la Kareem Abdul-Jabar con el bote de basura.

El periodismo es un arte que viene en la sangre, que late al ritmo de las pulsaciones y la presión arterial, y que funciona en base a cuestiones más bien subjetivas, como el humor, el interés, la curiosidad, la cultura y la obsesión del escritor. El escritor debe tener, para él y para su medio, la lealtad del mercenario. En el momento que redactas una línea eres escritor, ya después se verá si eres un buen o mal escritor (así sólo escribas una carta de amor, o una disculpa a tu madre porque quebraste un jarrón de la dinastía Ming mientras emulabas a Maradona en la sala de tu casa), pero no debes ser un mal conducto. La idea está echada, lo interesante es saber cobijarla con datos, diseñarla y después, como una obra de arte, exponerla, y eso no se logra con fórmulas preestablecidas. Por otra parte, como en una obra de arte, la crítica contra el periodismo sobra. Sólo los necios critican algo que brotó de la inspiración y las ideas de un artista, porque, precisamente, vienen de la entraña. El periodismo solamente se critica cuando viene prediseñado e impulsado por una línea dictada por el medio o los patrocinadores, llámense privados o políticos, que conlleva una intención y una finalidad. O bien, cuando, quien escribe, aún comunicando la idea, brinda un formato cuadrado, que no impone y se estrecha en el oficio: porque no es lo mismo fabricar en serie que ser un artesano o un artista.

Por ende, no es posible comparar a un Manuel Buendía (más mártir que excelente periodista) con un Juan Villoro o un Herman Bellinghausen. Incluso en fuentes más frías y numéricas como Economía y Finanzas, hay ejemplos de estilo, crudeza, sencillez e impacto como los que logra un Enrique Galván Ochoa. Como tampoco es posible equiparar a Mario de la Reguera con un viejo lobo como Víctor Roura. O un Ciro Gómez Leyva con un tipo como Javier Solórzano.

El escritor debe adecuarse a las épocas en las que travesea, porque la velocidad de respuesta debe ser acorde con la manera como la información gotea, a ritmo veloz. Si analizamos películas como Todos los Hombres del Presidente, y casos como el de Watergate, podremos darnos cuenta de los tiempos, cuando la investigación era más aletargada, y el impacto, y por ende las consecuencias, tardaban más en llegar. Pero si nos tiramos de cabeza en el Iberogate, que dio pie a la formación del devaluado movimiento #YoSoy132, confirmaremos que la respuesta debe ser inmediata, porque, gracias a las nuevas herramientas, el lector se adelanta y es el primero en liberar la nota. Un derrotero en el que, las fórmulas, sobran.

Ahora, el nuevo periodismo no está peleado con la ética, no obstante, dicha virtud (o bien obligación), en un buen escritor, debe ser innata, parte de su ADN, se le da por hecho, así que no se trata de hablar de ella como del elefante en la habitación.


Quizás algunos de los ejemplos que he vertido como periodistas modelo (que no indispensables o determinantes para todos) no sean del agrado de la mayoría, sin embargo, es evidente que existen diferencias entre ellos y sus comparaciones, porque estamos hablando de estilo, precisión y trascendencia. Como en el gusto musical, cada uno tendrá a sus preferidos. En mi caso, que estudié Sociología y no periodismo, puedo citar a aquellos periodistas, escritores, amigos y colegas que me enseñaron más leyéndolos, quizás conversando con algunos en los 19 años que tengo publicando, y trabajando directamente con otros: Lester Bangs (Creem Magazine), Ben Fong Torres (Rolling Stone), Juan Villoro, Jordi Soler, Tom Wolfe, José Ramón Fernández (con quien compartí mesa de diálogo en la Universidad Iberoamericana), Julio Hernández (que amablemente corregía mi columna A Títere Personal… vía e-mail), Víctor Roura, Vladimir Hernández, Rodolfo Rojas-Zea, Rose Mary Espinosa (entrañable), Carlos Monsiváis, Paco Ignacio Taibo II, Raquel Peguero, Roberto Marmolejo, Josu Landa, Eduardo Langagne, Mario González Suárez, Amílcar Salazar, Carlos Perzábal, Daniela Tarazona, Víctor Cabrera, Karina Cabrera, Fernando de León, Eddy Govea, José Israel Carranza, Gonzalo Soltero y, recientemente, Alejandro Cárdenas, Felipe Morales, Marcela Vargas (Gatopardo) y, sobre todo, mis mentoras Olimpia Velasco y Rosalinda Palomeque, diestras ellas dos desde la primera coma hasta la manera de editar un texto sin quedarte ciego y, sobre todo, que me enseñaron a trabajar con el tiempo encima para, en estas épocas de velocidad y fascismo periodístico, ganar la nota y botarla, pasada por el botellazo de champaña, como una barcaza recién inaugurada al oleaje de los lectores, para surfear en la marea del hipertexto.

¿Por qué el periodismo gandalla? Porque esa es nuestra función. Así que la cuadratura de las fórmulas caducas del añejo y triste manual de periodismo de Carlos Marín fallece en este milenio ante el impacto repentino y fugaz de la nueva realidad.  

(Coyoacán, 2013)

domingo, 2 de junio de 2013

La belleza de un capricho: Leo leyendo la realidad



La concatenación de los últimos días me llevó a dar un giro inesperado, un golpe de timón, o quizás, mejor dicho, un volantazo de borracho.

La idea comenzó marcándose a fuego en el departamento de los pendientes, y después de dicha concatenación, se insertó en el cajón de las urgencias, capitaneándolas a todas. 


La última vez que fui al Desierto de los Leones fue hace doce años, en compañía de quien yo entonces imaginaba que sería la mujer que me acompañaría el resto de mi vida. [Coloque usted aquí cualquier frase hecha referente al destino] Y por una razón que aún no logro ubicar, de pronto sentí que aquel sitio era perfecto para arrancar a mi hijo Leo de las fauces de la modernidad y darle unos brochazos de naturaleza. Tengo la impresión de que es un paso obligado en la carrera de cualquier buen padre. El mío lo padeció también. Pero la idea era tener una verdadera aventura, no subir a un automóvil y recorrer esa carretera de puras cimas entre casonas de ricachones vetustos y mansiones que son epítome de la narcocultura, así como casas de seguridad para secuestros, mientras escuchamos la radio o algún disco compacto con los éxitos del momento: eso no es una aventura. Y quizás las aventuras en cierta zona de confort son inútiles, pero, sin duda, “son las cosas inútiles las que hacen la vida” (Jordi Soler, dixit), así es que mi hijo y yo comenzamos el recorrido en una estación del metro y concluimos ante la fachada del convento de los cuatro perpetuos perennes (sic). 

Armados con nada más que dos gorras, un teléfono celular (que resultaría inútil), 300 pesos, bloqueador solar y dos botellitas de agua, Leo “el pintor” Vargas y yo viajamos más de una hora en un camión RTP, mientras observábamos no sólo cómo íbamos dejando la ciudad atrás, sino también debajo de nosotros. “Qué grande y bonita se ve la ciudad desde aquí”, dijo mi bien entrenado vástago chilango. En el título del texto no hay un error, porque uno de los motivos ocultos que me movieron a realizar tan disparatado viaje era que Leo “leyera” un poco de realidad, misma que se manifestó con el primer vendedor ambulante del tipo “no vengo a decirles que acabo de salir de un anexo” que subió al camión para vender paletas. 

-¿Qué opinas? –le pregunté al “pintor”.
-Pues que está bien, de alguna forma el hombre tiene que mantenerse –dijo alzando los hombros.

No hay sorpresas, es una respuesta del tipo que me daría cualquiera de mis amigos con más de un libro al año.

Lo verdaderamente exótico comenzó al llegar al pueblo de Santa Rosa. El conductor del autobús, atendiendo mi petición, me dijo: “Desde aquí salen los taxis al convento”. Yo no veía ninguno, y comencé a sentir que esta aventura estaba saliéndose, humildemente, de la zona de confort. Nos bajamos, ¡y cómo no!, porque a saber dónde pararía el autobús, en una de esas postales que uno ve pasar por la ventanilla cuando viaja seguro en su propio automóvil.

-¿Y ora?
-Pues busquemos el taxi, papá.

El autobús, nuestra mínima y precaria zona de confort se alejó levantando oleadas de polvo, y yo me sentí, con mi hijo de la mano, abandonado en la calle principal de Yuma City, a mitad de un duelo entre vaqueros y, para colmo, estorbando a los duelistas. De pronto desde un vocho verde, quizás parte de la camada de prototipos que maravilló al mismo Hitler cuando mandó a hacer el escarabajo, y que parecía haber sido recientemente masticado y escupido, salió una voz meliflua que decía: “Yo los llevo al convento por 60 pesos”.

-¿Ya ves?, ya agarramos taxi –dijo el pintor con una seguridad que rayaba en la sangre fría y anduvo hacia el armatoste que, ya en el camino, parecía que iba a desarmarse exclusivamente cada vez que el conductor metía el embrague.

Quise preguntarle al pintorcillo si estaba seguro de su atrevimiento, decirle que tanto arrojo me parecía imprudente, pero más imprudente hubiese sido echarle diques a la aventura para cruzar el río con tranquilidad.

El conductor era de lo más amable: “Aquí nací, gracias a Dios, y aquí me muero, soy producto 100% santarroseño”, y luego se lanzó con una seguidilla de anécdotas interesantísimas sobre el lugar, nos enseñó la fastuosa casa que perteneció a Lola Beltrán, y nos relató cómo Diego Verdaguer y Juan Gabriel compran sus viandas en las tiendas del pueblo. El tipo presumía su maestría para conducir, platicar, meter las velocidades y comerse un chocorrol al mismo tiempo, sin ponerle riesgo al trayecto. Todo un guía turístico.

Ya en el convento, pagamos 11 pesos por coco para entrar y lo primero que hicimos fue buscar el baño para escanciar el producto de nuestra paciencia, porque la petición renal era impositiva.

De camino, Leo preguntó: “¿Aquí ya no hay monjes, verdad?”
-No –le digo de mingitorio a mingitorio–, ahora sólo es sitio turístico.

Mientras exprimíamos los grifos para intentar lavarnos las manos, la sonrisa de emoción del pintor dio un vuelco y se convirtió en una mueca de pánico controlado porque detrás de nosotros, esperando lavarse las manos, estaba un monje descubierto, de casi 1.90 metros, con corte de taza y todo el hábito, aguardando con paciencia para lavarse sus sacrosantas manos. La otra cosa peor era que no había papel para secarse.

-Nos hubiéramos secado en su batón –dijo el Leo, con simpática fiereza, mientras trataba de digerir el susto.

El recorrido fue fantástico, pillamos una visita guiada y para poder entrar en los pasadizos tuvimos que comprar, por 20 pesos, una linternilla tan guanga que su haz de luz no alcanzaba las paredes. Entonces me di cuenta que tras los pasajes, el taxi, los chocorroles, el agua y la linternilla nuestras finanzas iban mermando. Pero no sólo eso, sino que la guía turística, menos hábil que nuestro chofer, nos dejó al amparo de un crío de unos cinco años con lámpara y un colmillo retorcido, pero que no levantaba ni un metro de estatura, que sería nuestro guía en semejante laberinto tan negro como el pasado de todos nosotros. Dentro de todo, fue divertido. El pintor, inclusive, se enfrascó en una discusión con tres chicas pubertas que jugaban al miedo, señalándoles que “sus chistes no tienen nada de gracioso, ya maduren”.

Después de comer quesadillas descendimos hacia el río, y en el trayecto, Leo se topó con otro grado de realidad. Junto a las escaleras reposaban dos cruces, una de una persona mayor, de unos 60 años, y otra de una niña de apenas dos años de edad, que había fallecido en ese sitio. Las matemáticas de mi hijo fueron efectivas: “¡Era una bebé! ¿Qué le habrá pasado?”, comentó y no supe qué decirle, creí que el silencio era más elocuente, pero éste aterrizó sobre nosotros con la placidez y la paciencia con que el buitre se posa en el hombro del moribundo. Conjeturamos:

-Quizás se ahogó –dije.
-No, la cruz estaría junto al río o en la cascada. Pero está en las escaleras, entonces se le habrá caído a su madre de los brazos y rodó escaleras abajo –de nuevo la sangre fría.

“Este tipo debería ser escritor”, pensé. Después: “Escritor, científico (quiere ser científico) y pintor… Vaya manera de darle poder de vaticinio al momento de escoger nombre para tu hijo”.

Para sacudirnos al buitre, organizamos una carrera hacia arriba en una pendiente del cerro que consideramos, dadas nuestras edades: uno muy joven y el otro viejo, que sería menos difícil (error de mi parte, porque ¡estaba bastante empinada y agreste!). Leo, poco hábil gracias al acoso de la tecnología, al principio tuvo problemas para enganchar en las rocas, salientes, tierra suelta y raíces de árboles y comencé a ganar terreno, pero para cuando llegamos al primer claro, el tipo pasó vuelto una exhalación, un conspicuo pedo cósmico, demostrando gran adaptación, y me dejó atrás, a mí, su padre, que apenas jalaba oxígeno para respirar y decirle que lo tomara con calma. Era un pequeño cachorro de Leo-pardo trepando como si en eso se le fuera la vida, lanzando brazos y tirando zancadas como un dragón de Komodo, risa y risa, porque quizás descubrió que comenzaba a ganarle a su viejo. Dos claros después frené. “¡Ya estuvo, no la jodas, compadre!”, le grité. “¡Uno más!”, decía tan fresco y risueño como un cervatillo, devorando terreno (de ahí el místico poder de las quesadillas hechas con harina azul) en la mayor conquista de su vida. Ahí tirado me quedé, viéndolo trepar, imaginando cómo sus músculos y tendones volvían a la vida, dejando atrás el sofá, la cama, el pupitre, los juegos de video, la televisión; pensando en sus pulmones filtrando la toxicidad de esa ciudad que tanto le gusta, inhalando y exhalando, hinchándose como las gaitas del Batallón de San Patricio.   

Ya en tierra, a la orilla del río, tendidos, guardamos silencio para escuchar la voz del agua que susurra mientras corre y pule las piedras.

-¿Todos los ríos del mundo están conectados, papá?
-Todos.
-Entonces, el agua, hasta dónde llega.
-Sepa.
-Le da la vuelta al mundo, yo creo. (Silencio) Gracias por traerme, pá –dijo y me besó la frente.

Después hicimos patitos con rocas, fuimos a ver los gansos y el pintorcillo me preguntó:

-¿Qué haces cuando no nos vemos?
-Salgo, voy a muchos sitios, me gusta conocer lugares y gente nueva.
-¿Eso es importante?
-Mucho.
-Más que el dinero, ¿verdad?
-Más, hijo, mucho más.
-Yo quiero ser como tú.

Después observamos un ejemplo de la naturaleza: en el río, una lombriz luchaba por zafarse de una araña de agua que la tenía aprisionada. Se contorsionaba dentro del agua, se hacía nudos y se recomponía con una maestría asombrosa para librarse de su captora.

-Ayúdala –me dijo.
-No –dije yo–, sería entrometernos en el orden de las cosas.
-Qué me importa –dijo y metió un palito para sacar a la lombriz, yo observando con un nudo en el estómago, por el asco, hasta que la araña se cayó… ¿Su final? El Leo la pisó–. Cabrona –susurró.

Ahí, entre la naturaleza, mi hijo y yo nos reconectamos. Viajes, enfermedades, compromisos no nos habían permitido vernos en casi un mes, pero todo fluyó.

-Tú y yo siempre seremos uno –le dije.
-Mejores amigos, papá. Siempre.

De vuelta, en el camión, mi mejor amigo se durmió en mi regazo, agotado, contento, con su arco y flecha que compramos y que atesoraba durante su sueño como si se tratara de un oso de felpa. Supe entonces que ese objeto inútil sería una representación mía, y que cada vez que lanzara una flecha al cielo, o al muro, o al gato, se acordaría no de mí sino de ese viaje que lo hizo uno con la tierra, y que sirvió para darle otro rostro a ese universo paralelo que vivimos juntos.

(México, 2013)