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domingo, 31 de julio de 2016

Crónica de un puma en el Estadio Azteca

Para no perdernos algunos buenos juegos de la Liga MX en su torneo de Apertura 2016, mi estimado Juan Pablo Molina y yo acordamos asistir a dos partidos del América en el Estadio Azteca y a dos partidos de Pumas en el Olímpico 68 para equilibrar la hermandad.


Cuando Su Santidad (por aquello de Juan Pablo) me comentó que la idea era acudir al América-Tigres en la fecha tres yo sólo pensé: “quiero ver a André-Pierre Gignac desde la tribuna”. Es tal la presencia del tocayo francés que olvidé que en Tigres también juegan Quiñones y Sosa, y los dirige el gran Tuca Ferreti, quienes convierten a la escuadra de San Nicolás de los Garza en algo así como Pumas II, algo común si tomamos en cuenta que en Tigres han jugado Santillana, Campos, Oteo, Olalde y Claudio Suárez, todos de extracción puma y casi todos al mismo tiempo. Es decir que son muchas las cosas que me unen a Tigres porque, encima, en 1992, viajé desde el entonces Distrito Federal hasta el estadio de San Nicolás de los Garza para ver a The Cure en concierto.

Total que ante la amenaza de una tormenta, dos horas y media antes del inicio del cotejo, y sin boletos, abordamos el Tren Ligero, esa suerte de monorriel de Disney que amenaza con descarrilarse cada vez que uno exhala.

Hacía años que no acudía al Azteca para ver perder al América por lo que la presencia de tanta franela amarilla sí me ponía inquieto. La explanada del estadio parecía una convención de enemigos naturales así que, con esas tácticas de supervivencia aprendidas en Animal Planet, procuré mantener la ecuanimidad porque, estoy seguro, estos weyes huelen el miedo.

El primer detalle agradable durante el tránsito de conseguir los boletos fue descubrir a un par de granaderas bastante guapas que resguardaban la taquilla. No obstante, también descubrimos que en ese afán de parecer estadio de primer mundo, las autoridades del Azteca han numerado los asientos inclusive en el área general, lo cual me parece una idiotez. Así que, confiados en que nuestras entradas nos permitían sentarnos donde nos viniera en gana, acabamos casi pegados al techo del coso con, eso sí, una muy linda vista nocturna de la ciudad llovida, después de darle su propina al acomodador. Sí, en el Azteca ya hay acomodadores.

La pantalla norte nos quedaba tan lejos que ni los lentes nos ayudaban a leer las alineaciones de ambas escuadras y, encima, como vecinos teníamos a los integrantes del Ritual del Kaos quienes no nos dejaron escuchar una sola palabra del buen Melquiades Sánchez Orozco, la voz del Azteca. ¿Quién anotó? ¿Está Sosa? ¿Alineó Gignac? Lo único audible, además de los cantos sudacas del Ritual era el ya reglamentario “¡Puuuuto!” cada vez que despejaba el arquero visitante.


El Azteca, no está de más recordarlo, es una chulada y las remodelaciones que le aplican lo dejarán con un excelente aspecto. Un escenario digno de buenos encuentros de fútbol.

El desarrollo del encuentro fue típico de un América-Tigres con aquéllos tratando de facturar algo y los visitantes cerrándose al mejor estilo Ferreti y respondiendo, al inicio, con contragolpes poco efectivos y sendas pifias que no respetaban el esfuerzo de jugadas bien elaboradas. Gignac errático, Sosa demasiado revolucionado y un Aquino insistente hasta que se mandó un gol de antología en el primer tiempo. A partir de ahí, el tigre comió gallina y yo, envalentonado, grité cada uno de los goles de Tigres como si fueran de Pumas ganando de calle al Barcelona el Mundial de Clubes.

Con el 2-0 en contra, la avanzada crema comenzó a salirse del estadio cuando aún faltaban 25 minutos por jugarse. América muriendo de nada y Tigres dándose un lujo con el gol de Gignac a tres dedos y un cierre efectivo del gran Sosa en tiempo añadido para apretar la trenza.

Una ventaja que tiene el Azteca es que las porras están separadas y aún es posible acudir en familia. Un abuelo tigre con su nieto; una familia americanista de cuatro con excelente actitud y muchas chicas guapas que lanzaban besos a la cámara cada vez que salían en la pantalla jumbo. Cervezas en $80 y nieves de limón en $25. Ya no alcancé los cueritos, pero es que casi ninguno de los vendedores se atreve hasta esas alturas: “Les da hueva”, me confesó el nevero.

“No hay señal de internet”, neceaba Su Santidad pero es que esa mole de concreto no deja pasar ni el frío. “Aprovecha –le dije al llegar a las alturas–, seguro hasta acá sí llega internet porque estamos tan arriba que nos queda más cerca el satélite”. Un helicóptero que sobrevolaba parecía querer hacernos un corte de cabello.

Al minuto noventaitantos el nazareno dijo aquí se rompió una jerga y todos váyanse… con tres goles en contra.

Ir al baño es un espectáculo más. En un cuarto de dos por seis metros me encuentro con cerca de 40 franelas amarillas enfadadas por el papelón que ha facturado su equipo y, en uno de esos pensamientos irresponsables, me imagino qué pasaría si, mientras orino, levanto el puño en alto y canto un Goya a todo pulmón. No debe haber técnica más efectiva de suicidio.

Así la noche de un puma que degusta la derrota del equipo más odiado.

Al tomar la rampa rumbo a la salida con Su Santidad, le comento: “Mira nada más qué mujer más guapa de la mano de ese barrabrava americanista que ni camisa trae”. Es entonces cuando entiendo aquello de “OThiaMe MaZZZ!!!”.

Btxo, Coyoacán, 2016



viernes, 1 de julio de 2016

Billy, Botellita de Jerez, la hinchada del Blackpool y eso de hacerse pend...

Billy, un chico inglés que pasa por México de visita en casa de nuestro amigo en común, un francés llamado Francoise quien vive en la calle París –curiosa es la vida–, me hace preguntas sobre futbol y me pide que lo lleve a un partido en algún estadio del todavía entonces Distrito Federal. Para su desgracia, en ese momento del año la liga mexicana de primera división no está en activo. Es verano y los equipos comienzan la pretemporada después del intercambio de jugadores.

Estamos en una fiesta en casa de mi amigo El Irlandés en Coyoacán y de fondo, para los invitados especiales, suenan Mano Negra y Sex Pistols. Corren botellines de cerveza en una noche fresca al lado de un enorme eucalipto en cuyo tronco se ha formado el rostro de un gorila.

Billy alcanza el 1.90 de estatura, es tan rubio y rojizo como Wayne Rooney pero tiene la corpulencia de un jugador de rugby. Viste tenis, bermudas cargo y una camiseta deportiva sin logos ni marcas. Se le ve lo hincha del futbol que es. Con el paso del tiempo, y la seguidilla de cervezas, me imagino que estoy charlando con un enorme y amable grizzli.

Es el año 2005 y aún se sienten las emociones de la reciente final de la Champions en la que el Liverpool volvió de un 3-0 en contra en la segunda mitad para vencer al Milan italiano en serie de penaltis el 25 de mayo del mismo año.

Mi todavía esposa iba de un lado a otro de la casa y veía el partido de reojo pero se sentó a mi lado después de que Vladimír Šmicer encajó el segundo gol del cuadro del puerto tras una serie de rebotes. ¿Qué cantan?, me preguntó verdaderamente interesada. Los locutores tuvieron un gesto que siempre se agradece: se callaron la boca y dejaron el sonido ambiente, en el que más de 10 mil ingleses ataviados de rojo y con las bufandas en ristre cantaban You never walk alone, canción sesentera del grupo Gerry & The Pacemakers que es considerada el himno popular del Liverpool.

En unos minutos la puse en contexto. El tres a cero del primer tiempo, la manera como los dirigidos por el español Rafa Benítez se recuperaron escalando peldaños más a fuerza de empujar al rival que de mostrar un buen toque de balón. Entonces Xabi Alonso asestó el empate anotando un penalti y casi me caigo de la silla. ¡Increíble! ¡Asombroso! ¡Ésa es la belleza del futbol carajamadre!, grité.

-Pues a quién le vas –preguntó ella.
-A ninguno en realidad, pero a estas alturas quiero que gane el Liverpool.
-Si no le vas a nadie por qué lo ves.
-Porque me gusta el futbol –le dije.

El resultado lo conocemos todos los que sabemos de futbol. Liverpool ganó en penales y cuando Steven Gerard alzó la orejona y volaron los papelitos rojos y blancos a mí se me salieron las lágrimas.

Semanas después, comentando aquello con Billy, me dijo que el partido lo había emocionado tanto como a los millones de espectadores de todo el mundo pero que él hinchaba por el Blackpool y que los aficionados de los demás equipos se dejaran de joder. Ese año el Blackpool quedó en lugar 19 de la League One, que es la segunda fuerza divisional en Inglaterra. Descendió.

Blackpool es una ciudad porteña con poco menos de 150 mil habitantes ubicada al noroeste de Manchester y ha sido cuna de famosos como Robert Smith (The Cure), Dave Ball (Soft Cell), Chris Lowe (Pet Shop Boys), Cynthia Lennon y el gran Billy Lewis, con quien compartía unas coronas.

Por la cercanía del puerto de Blackpool con Manchester le pregunté a Billy si hinchaba por el City o el U.

“No, en Inglaterra el futbol es local. Hinchas por el equipo de tu ciudad o de tu pueblo; no importa si el estadio es de madera, todo se llena de amigos, vecinos, familiares de los jugadores. Te vas caminando desde tu casa o desde algún pub local. Es poca la gente en las provincias de Inglaterra que hincha por algún equipo de la Premier. Sigues al equipo de tu localidad y, bueno, si naciste en Manchester o en Liverpool tuviste suerte, pero en realidad lo que nos gusta es alentar a nuestro equipo”, me comentó con la jocosidad de una esfinge.

Acostumbrado a otra manera de percibir el futbol, le confesé que no entendía. ¿Cómo es posible que siendo inglés no tengas un equipo favorito en la liga Premier?

“Porque no es necesario. Pueden gustarme Liverpool, Arsenal o Bolton, y hasta clubes menores que han estado en la Premier como el Middlesbrough, pero no hincho por ellos, sería hipócrita. Disfrutas un partido de la Premier por el nivel pero hasta ahí, la pasión tiene raíces, es herencia y no sólo por gusto”, enfatizó, ahora, con el humor de la puerta de una bóveda.

Le comenté que aun sin haber estudiado en la UNAM (aunque lo hice recientemente) siempre he sido hincha de los Pumas, desde los seis años de edad, después de que mi padre me llevara al Estadio Olímpico a ver un Pumas-Cruz Azul (mi padre es fiel seguidor cementero).

-Pero desde entonces los has seguido, ¿no?
-Así es.
-Es un equipo de tu ciudad, de tu raíz, reconoces a los rivales directos, los clásicos, sufres y festejas, pagas un boleto para verlos o abres una cerveza en tu casa con la familia. Es algo que se trae desde la infancia. Lo llevas dentro. Me gusta el futbol pero no me veo hinchando por Real Madrid o Barcelona, por ejemplo. Ni siquiera por el U o el City. Passion knows no boundaries.

La hinchada y el gusto son cosas diferentes. La primera tiene, como bien dijo Billy: raíz. La segunda es por simpatía por algún jugador, del deporte que sea, o por los colores, pero sólo en aquélla caben la pasión, las lágrimas, las risas o el medio vaso de cerveza que vuela tras un yerro de los muchachos; las manos cubriendo el rostro, las rodillas quebradas porque te hincas pidiendo un gol, una jugada que rescate el encuentro. El abrazo con el vecino de tribuna al que no conoces pero con el que te unen los colores y la historia.

Como acentuando la lírica de Billy, Medios Lentos señala: “Hinchas hay muchos, los hay de clubes grandes, lo cual es indiscutiblemente más fácil, pero también los hay de los denominados ‘chicos’, de uno de esos que se hace por herencia, de esos clubes de barrio, de los que te llevaba tu abuelo a verlo los sábados… de esos de ascenso”.

-Yo estuve en el 4-1 a Cruz Azul en 1981 –me dijo un viejo alguna vez en la tribuna del Olímpico 68.
-Yo vi jugar a Schuster con Pumas y a Hugo Sánchez, Michel y Butragueño con el Celaya. Pumas ganó 4-3 –le comenté.

En alguna ocasión, durante la conferencia de prensa de Botellita de Jerez tras su participación en un Vive Latino, una reportera les preguntó si eran precursores de los kitsch, a lo que el gran Sergio Arau respondió: “Nosotros somos nacos, lo kitsch es sólo hacerse pendejo”.

No encuentro mejor analogía, sobre todo por eso de sentirse merengue, catalán o xeneize…

BTXO, Coyoacán, 2016