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martes, 17 de mayo de 2016

The boy is back in town… (o cómo volví a escribir de rock)

La mayoría de las personas que me conocen bien, colegas y no, familia y no, recuerdan que uno de los motivos por los que dejé la fuente de música y cultura en dos importantes medios escritos, Rock Stage y el diario El Universal, fue la pérdida de la emoción.

Extravié las ganas en un press junket con Moderatto. Me dijeron que era necesario entrevistarlos porque, en ese momento, se trataba de la banda de rock más importante de México; todo esto 10 años atrás. La alternativa era Zoé y tampoco me provocaba mucho aliento a pesar de que últimamente los he ido perdonando poco a poco (a Zoé, no a los travestis). En fin que ya todos conocen la historia.


Aproveché la coyuntura de semejante huida para dedicar mi atención y mis letras a la beca Jóvenes Creadores que me otorgó el Fonca y a hacer ensayo, literatura y reseñas de libros en revistas como Rompan Filas, Magis y Luvina al lado de escritores como Josu Landa, Israel Carranza, Rogelio Villarreal, Andrés de Luna, Enrique Serna, José Luis Rivas, Fernando de León y Daniela Tarazona, entre otros. Ocasionalmente, aunque cada vez menos, echaba una ojeada a lo que había ido dejando atrás y no lamentaba mi decisión.

El estancamiento de la música popular mexicana y el sonsonete repetitivo de lo que sonaba en el resto del mundo no eran alicientes. Prefería el ritmo de la prosa que, en todo caso, es más aleatorio, enriquecedor y sorprendente. En un par de ocasiones viejos compañeros me invitaron a ejercitar el músculo pero para mí era más como salir a cascarear un rato con mis amigos y después volver a casa a la hora de cenar. De igual manera estaba recién casado y debutaba como padre, así que mi vida necesitaba un estilo de vida menos invasivo.

En realidad era feliz. No obstante, tal y como me sucedió en la fuente de rock, no pude mantener un bajo perfil y comenzaron las presiones por editar un libro, una acción engorrosa que requería mucho entusiasmo y confrontar decisiones ajenas y, sobre todo, bregar al parejo de los “padrinos” si se trataba de abultar el índice de editoriales respetables. Por ello me mudé a la fuente de ciencia y salud y más aún, porque ayudar a las personas significó más que ver mi nombre en la tapa de un libro.

Hace tiempo, en un festival de rock, me encontré con un ex colega (hoy colega de nuevo), quien me instó a volver después de leer en mi blog una pequeña y escueta reseña al disco más reciente de New Order. Le dije que lo pensaría. Días después tres grandes amigos, viejos lectores de Rock Stage, necearon con lo mismo: “Hace falta que lo hagas más seguido”, dijeron como si se hubiesen puesto de acuerdo. Como si el mundo fuese un cubo Rubik, al que una mano anónima le acomoda los colores, recibí un par de invitaciones para escribir en medios especializados. Lo intenté pero la emoción no cooperaba. Me sentía mecánico aunque no había perdido el toque y eso se vislumbraba cuando me tomaba en serio la producción y conducción de mi programa de radio Miscelánea Buñuel.

Y pensaba que, en realidad, la actualidad de la fuente, a pesar de sentirme atraído por el nuevo (ya ni tanto) sonido de la música avanzada nacional, no empataba con mi estilo ni mis intenciones. Más aún, había quienes me criticaban por preferir el sonido de, digamos, Disco Ruido o Camilo Séptimo, olvidando a vacas “sagradas” como cualquier banda de rock para adulto contemporáneo. ¿Qué le hacemos si es lo que escucho?, pensé.

Hace unos días recibí la invitación de Karina Cabrera, una gran amiga quien, sin rodeos, me dijo: “Realmente me vendría bien que te sumes a las filas de Rock 101”. Afortunadamente no tengo deudas con nadie, así que mi retorno, en caso de consumarse, sería honesto, más aun tomando en cuenta algunas decisiones personales que he ido anexando a mi presente inmediato (no, no es pleonasmo).

La ventaja de las colaboraciones es que no te anclas con nada ni con nadie más allá de tus propias pulsiones y esa vecindad mental habitada por tus demonios y tus amigos imaginarios. Total, nada cambia y seguiré siendo el mismo.

Pero no se asusten, porque el ego y la frialdad y la imparcialidad y la guillotina afilada, así como lo cáustico de mi análisis, siguen intactos.

Todos tenemos un gurú secreto y, el mío hoy, después de firmar el traspaso, me dijo: “Vas, enséñales”. Es menester señalar que tal gurú fue uno de mis penúltimos músicos entrevistados.

Así que nos leemos pronto.

Btxo, Coyoacán 2016



jueves, 16 de abril de 2015

La corbata no tiene la culpa

Entronizando la imagen es como nos volvemos menos susceptibles.

Una de las épocas que más disfruté en cuestión estética fue el grunge porque el culto al andrajo era liberador. Entonces tocaba la batería en una banda y mi primera camisa de franela a cuadros me la obsequió mi abuelo Luis (Papá Luis) después de chulearle esa joya textil que se había comprado durante un invierno de perros en Estados Unidos. 

“Llévatela”, me dijo, “que se te ve mejor a ti”. La ventaja de aquella estética era que podías subirte al escenario con lo que te pusiste en la mañana después de darte un baño (si te bañabas), en lugar de pedir tiempo fuera entre el sound check y la tocada para acicalarte como gato aburrido. Durante un tiempo, hablando de vanidad, lo único que hacía era retocarme el tinte rojo de las greñas.

Me aburrí del grunge cuando se murió Kurt Cobain. Pero no por decepción o por saber que todo terminaba sino porque en ese momento todo el mundo quiso vestirse como aquellos músicos de andrajo elemental.

Poco después el grupo se desbandaba y opté por recluirme en otro tipo de música. Música Avanzada, pues, que ya disfrutaba pero de la que no hacía mucha alharaca porque ya de por sí me tildaban de loco. La música, generalmente, te orienta por las cuestiones textiles, así es que, determinado a verme como Bryan Ferry, establecí un cambio de estilo que denotaba madurez: me corté el cabello, le dejé su color original (muy chulo, by the way), me hice de un par de sacos y pantalones de lona (casi todo en negro) y de un arsenal de camisas coloridas, la mayoría en seda, combinadas con un par de corbatas, una fucsia y otra azul pastel que pendían de mi cuello al estilo del oficinista inglés que ha terminado su jornada y busca una buena barra de bar para escuchar Avalon.


El problema, como siempre, es la gente. “La vida es bonita, lástima de la gente”, mienta mi amigo y hermano y gurú Roberto Marmolejo cada vez que puede; una frase que he tomado como dogma. Y es que en una fiesta a la que acudí con algunos de mis viejos compañeros de escenario, ya luciendo ese look extravagante para aquel círculo, me encontré con otro colega que, al verme sin las bermudas ni las camisetas de Pearl Jam ni los tenis de astronauta ni la camisa a cuadros ni el reloj de calculadora idéntico al de Eddie Vedder (lo único que me dejé fueron los aretes), apostó por un comentario típico: “Pareces microbusero”. En fin.

Las corbatas (bien llevadas) me parecen un signo de elegancia cuando no son impuestas por algún código de vestimenta sino por la decisión personal de un artista y no de un Godínez. Kraftwerk y algunos miembros de Ministry las utilizaban, y eran, desde mi universo, un símbolo de madurez musical y emocional provisto por mi gusto por el género New Romantic (Roxy Music, Psychedelic Furs, New Order, etcétera). Era lógico que para un fan de Shub Niggurath aquello fuera un oprobio. Quizás los detractores consideraban que al colocarme una corbata, con el mismo sentido que un arete, mis habilidades musicales parientes de la estridencia habían menguado y no era digno de ser considerado un “buen” músico.

Semanas después me entero que mi ex grupo, ya sin el requinto original, había conseguido baterista y juntos retomaban el camino del ander tocando en un andador de la colonia ante una audiencia respetable. Me invitaron. Acudí con mis fachas de entonces, de “microbusero”, diría el infecto, a presenciar cómo el nuevo baterista, que para colmo era novio de una ex, no podía llevar el ritmo ni con una pistola en la sien.

A la segunda rola mis ex cofrades me miraron con cara de náufragos para que les ayudara a rescatar ese barco que, sin remedio, se iba a pique.

En un lenguaje coloquial, les dije:
-EseNoEsMiPedoPorqueTuBatacoPuedeEnojarse.

Pero no. Resultó que el baterista era el más interesado en que tomara su lugar. Hasta las baquetas temblaban.

Literalmente me aflojé la corbata, tomé asiento tras la muralla de tambores y escuché a mi ex vocalista decir:

-Esto se llama: Territorial pissings.

La ropa no tuvo la culpa, porque el punk seguía intacto.


(Coyoacán, 2015)

lunes, 28 de marzo de 2011

La chispa en la mecha: 1.- Vuelta de tuerca ®


En las primeras horas de aquel día su vida había dado el giro que todos esperan pero que a nadie le ocurre.
Lo que vio al salir del departamento por la mañana había sido uno de esos detalles que no se ven todos los días, al menos no desde que él llegó a vivir al condominio, llamando la atención con sus maneras extrañas. Entonces descubrió que había gente que le faltaba conocer, lazos que establecer antes de sentirse vecino. No era que le interesaran mucho las relaciones sociales, los enlaces vecinales que derivan en una invitación a cenar, a tomar café, a cubrir cualquiera de las cuotas necesarias para permitirse un buenos días por la mañana y un buenas noches por la… En fin.
Braulio tenía los amigos suficientes, los necesarios. Porque para él la amistad, desde su trinchera oficiosa, es un intercambio que pretende, sólo pretende, llenar algunos huecos con el disfraz de la camaradería, nada más. Tenía cubiertas todas las buchacas del fieltro sentimental: hallaba la compañía en los libros y la música; tenía un padre anciano con el que platicaba todas las tardes vía internet, una relación a distancia que cruzaba todo el país gracias a la magia del módem, tal vez la mejor y única relación de su vida, su verdadero amigo era su padre porque le daba los peores consejos; la necesidad del romance y la lujuria estaba saldada con la vasta cantidad de amigas cariñosas y prostitutas con las que departía un día sí y otro no, ángeles guardianes que, como la mejor caja de Pandora, guardaban sus peores secretos. ¿Para qué ir más allá si todo estaba a la mano? Su oficio de unabomber al servicio de la patria le daba suficiente para vivir y de paso le ayudaba a saldar otra cuenta, la de la convicción política. Los 10 últimos estallidos que habían sacudido las entrañas más estrechas el país habían estado relacionados con su habilidad para los químicos. ¿Quién iba a seguirlo si trabajaba bien, si sus empleadores estaban en el mismo bando que veía saltar sus propiedades hechas añicos bajo una nube de humo negro? Eso alimentaba los diarios, le daba a la ultraderecha un espacio de opinión y le otorgaba a esos saqueadores del erario y las conciencias un pretexto para enaltecerse como mártires. Todo estaba conectado, los engranes giraban con suficiente asepsia, enganchando sus dientes unos contra otros como apología de la realidad que los movía. “Todos tenemos necesidades”, decía Braulio, mejor conocido como El Vaquero o El Vasco, luego alzaba los hombros y al ritmo de Las Estrellas de Fania colocaba el último sensor infrarrojo que recibiría la señal de un teléfono celular modificado. Esa era otra de sus virtudes. Él disponía los juguetes y alguien más, con la suficiente sangre fría, digitaba el número o enviaba un mensaje de texto desde un Robotphone Nokia 1300 o nada más colocaba un post en un muro de Facebook que activaba la mixtura química tal vez desde el otro lado del mundo. Un banco en la colonia Portales estallaba porque un sujeto echado en una terraza mirando el Chiado en Lisboa “presionaba” con el puntero del mouse un “me gusta” en el muro de Facebook indicado. Terminada la artesanía, los resultados ya eran cuento de otro. Braulio se consideraba un artesano al que no le interesa si el rico de Las Lomas usaba la cajita de Olinalá como receptáculo para los gramos de cocaína que dictarían el cenit de una fiesta privada.
Pero lo que Braulio vio aquella mañana al salir de su departamento lo dejó pasmado. Y no sólo eso, porque también esos ojos color aceituna y esas caderas sinuosas y esa sonrisa de infarto y esos pechos cónicos que amenazaban con desbordar el escote del vestido y esa porción de piel salpicada de pecas y ese cabello negro ala-de-cuervo y ese andar escandaloso como orquesta de pueblo se convirtieron en el mejor pretexto para pensar en tirar la toalla, dejar de lado su oficio de unabomber intelectual y asentarse como hombre de bien, a sus 35 años, en compañía de Salma, la vecina.
Quizás de su edad, aunque con un deje de madurez y sabiduría, ese que cargan las intelectuales atractivas, y que embonaba perfectamente con el resto del cuadro, Salma pasó de aparición sorpresiva a obsesión en una fracción de segundo. Lo mejor: Salma respondió al coqueteo con cierto candor, como la princesa solitaria (y en celo) que se ve acosada por el vecino mirón que no podía liberar sus ojos del imán del escote. Esas pecas lo atraían como la gravedad al objeto. Salma fue, entonces, el obstáculo que cortaba el camino de la chispa en la mecha.
Fue en ese instante cuando la vida de Braulio dio un giro, el giro esperado por todos pero que nunca sucede.
Braulio entró a casa de nuevo. Olvidó a qué había salido. Su mente estaba ocupada por la imagen de Salma. Por hacer algo encendió la computadora y revisó su correo electrónico para constatar que no hubiera órdenes del jefe. Un sistema satelital proveído por un “amigo” suyo que trabajaba en el despacho de inteligencia del gobierno triangulaba la señal para que, en caso de filtrarse algún correo electrónico, el usuario fuera ubicado en un chalet vacío de Barcelona. El inbox estaba vacío. Después, en esa cadena de acciones inesperadas, que brotan por instinto o casualidad o vayan a saber por qué carajos, decidió revisar su e-mail oficial, en donde su padre enviaba postales del mar con alguna línea de Pessoa, o alguna de sus conquistas agradecía la noche de placer obsequiada (vía un intercambio monetario) y pactaba la siguiente, y halló un mensaje en negritas que resaltaba por encima de los otros: TE INVITO A MI FIESTA, decía el asunto y al desplegarlo se encontró con la invitación de Jerónimo España, un viejo amigo del colegio, y al que tenía más de 20 años sin ver, que festejaba su trigésimo sexto cumpleaños en su casa de Polanco dentro de tres días. ¿Ir? ¿Por qué no? Esa fue la segunda vuelta de tuerca que acorralaría a Braulio, que lo llevaría contra las cuerdas de su realidad, con varios cadáveres bajo su autoría intelectual, mas nunca por mano propia, y que lo orillaría, él sin saberlo entonces, a necesitar recurrir al asesinato para encontrar aquello que andaba buscando…