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miércoles, 29 de junio de 2011

Jordi Soler: el final innecesario


Aprovechando que he vuelto a las andadas, releyendo mi colección de libros de Jordi Soler (comencé en desorden, aunque respetaré a partir de Los Rojos de Ultramar), relanzo la reseña que la gente de Luvina tuvo a bien publicarme en su número 58: Jordi Soler: el final innecesario

viernes, 24 de junio de 2011

El festival del litio...


Este cuento, publicado en la revista Magis, del ITESO, vino como resultado de un soplo de inspiración después de leer un cuento del maestro Javier Marías. En realidad el original es más largo, pero por cuestiones de espacio en Magis, debió editarse. El cuento original se encuentra atrapado, literalmente, en un disco duro que, hasta ahora, no hemos podido desencriptar. Mientras, el vástago hace lo suyo...

La sangre tiñe, según Guillermo del Toro


Reseña sobre la saga de novelas sobre vampiros de Guillermo del Toro, publicada en la revista Luvina...

miércoles, 6 de abril de 2011

La chispa en la mecha: 3.- Sabia paciencia®


A Braulio le llamó la atención la gran cantidad de gente que avanzaba en una columna sobre la calle Madero. Lo que más lo impresionó fue que parecía que todos los que caminaban lo hacían con el mismo motivo. Estaba acostumbrado a ver gente caminando por la calle, mucha gente de rostros diferentes que, sin embargo, se desperdigaba o doblaba en una esquina o iba quedándose, dejando espacios libres para que otras personas integraran sus rostros sin motivo a esa gusana que parecía no tener un destino claro. Esta vez era diferente. Se integró a la marcha y nada más avanzando cien metros se aprendió la tonada de ese canto unánime que era entonado con febril entusiasmo. Porque en los rostros de los marchistas, hombres, mujeres, niños y ancianos, se evidenciaba una emoción contenida, temerosa de ser parida ante, entonces la descubrió, la valla de uniformados con los rostros cubiertos que flanqueaban la columna y cerraban sus puños en el asa de un escudo de plástico y las porras que blandían con la misma postura y fiereza con que un pirata empuñaba su sable de asalto. El canto rezaba algo referente a una matanza.
Después de la muerte de su madre y el infierno en la iglesia, Braulio se encerró en su habitación a ver pasar el tiempo en los relojes, convertido en un autista de fondo al que ya no le importaba ver que su padre y su tía Dolores arrancaban un amasiato necesario y urgente, y a él lo relegaban al olvido del que salía de vez en cuando para algo más que ir a la escuela, en donde tampoco recibía mucha atención. Aquella casa que alguna vez rebosó de vida se convirtió en un monasterio de silencio. Un silencio que era roto por los gemidos de Dolores que violaban la nata aparentemente tranquila de la casa tres noches por semana. Después, los gemidos se fueron de viaje, dejando a Braulio al amparo de la soledad y la mucama, una mujer grande y robusta, tan morena como el mar de noche, de carnes mofletudas y ojos amarillos, con un tumbao de calibre tal que debió hallar en el niño Braulio, por gusto y por causalidad natural, una válvula de escape. Así, mientras su padre y su tía rasgaban las noches de Acapulco con gemidos acompasados, Braulio era acosado por la mucama que lo atrapó a medio baño, se metió a la regadera hecha toda una masa de carnes, y lo llevó al cielo y de vuelta en menos de 3 minutos de aplicaciones manuales. Esa noche, todavía temblando por semejante sorpresa, Braulio decidió que si bien no se trataba de Miss México, al menos podía entretenerse en ese espacio carnal en donde le sobraba exactamente eso: espacio, además de tiempo, para liberar la angustia. Cuatro años de bestialidades carnales, apostando la suya de cañón, para complementar la soledad de aquella mole de ébano que, al parecer, tenía los mismos intereses lúdicos y lúbricos que él.
Luego entró con la columna de gente a la plancha del Zócalo y descubrió que a esos miles que avanzaban con él, los esperaban otros tantos, flameando banderas, percutiendo ritmos tribales, lanzando arengas por los altavoces y repartiendo panfletos que exigían una explicación y una solución creíble para aquella masacre de la que Braulio no sabía nada. Ahí, entre la masa ahora inmóvil (Braulio imaginó una enorme serpiente que se enrosca y dormita antes de volver a “andar”), escuchó la lectura de unos poemas, el llanto de una madre cuyo hijo fue asesinado y las exigencias de un coro de miles de voces que se fusionaban en una. Sorprendido, se movió entre la gente, intentando llegar al templete y olvidando el motivo que lo llevó al Centro Histórico esa mañana de viernes. Entonces descubrió a Américo, un compañero de la preparatoria que se distinguía por ser un sujeto silencioso y algo místico, al que los demás estudiantes veían con un respeto pariente del miedo. Américo observaba la acción en el templete, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, y el cabello oscilando gracias a la solidaridad del viento. Parecía demasiado concentrado, absorto, con un semblante de sabia paciencia. Braulio lo encontró, inclusive, atractivo. No con afán, sino maravillado por sus rasgos afilados, esa cara de zorro y ese porte de rebelde elegancia que a él le hubiera gustado tener. Flaco y correoso, Américo no sólo generaba miedo entre los compañeros, también admiración entre las estudiantes que veían en él a un rebelde sin causa, el príncipe malo que las sacaría de las garras de sus padres conservadores. Braulio y Américo tenían algo en común: en la escuela, las autoridades, los consideraban escoria. Uno por rebelde, el otro por taimado y, valga el término, raro.
Américo lo reconoció y fue hacia él, con ese paso elegante, un bamboleo digno de un Travolta en Fiebre del Sábado por la Noche, pero con un aire ciertamente peligroso.
Después del mitin fueron por unas cervezas. Bebieron dos y comieron caracoles como botana, mientras Américo respondía todas las dudas que Braulio le formulaba. Le explicó el santo y seña del movimiento, su participación activa como “reclutador” de conciencias hartas de los maltratos del gobierno. Detalló el sufrimiento de las madres, enumeró los casos de muertes “misteriosas” sin resolver y lo invitó a participar. Luego fueron a La Peña, un caserón ubicado en la colonia Roma, en donde Braulio fue presentado como un activista más, en donde lo apodaron El Vaquero por su afán de vestir camisas a cuadros, jeans desgastados y botas vaqueras, y en donde fumó su primer cigarrillo de marihuana e hizo el amor con otra activista, Mabel, de la que quedó prendado. Luego fue consultado. Se le explicó que Mabel no se llamaba Mabel y no le diría su verdadero nombre, a pesar de haber intimado en una de las habitaciones, y que Américo tampoco era Américo. Lo cuestionaron sobre sus habilidades y Braulio habló de la pólvora, de cómo en la soledad de su habitación diseñaba bazucas con latas de jugo y gasolina, de la manera como había aprendido a violar cerraduras (para robar dinero de la gaveta de su padre) y, ya entusiasmado por aquella sesión de sexo, la marihuana y la atención que el grupo le ponía, de la fascinación que sentía por ver un buen fuego ardiendo. Tal parece que, al entrar en La Peña, Braulio dejó fuera, esperando, el costado menos atrevido de su personalidad. Ahí quedó todo. Después todo fue música, cerveza y marihuana. Fue la primera vez que no llegó a dormir a casa, aunque nadie notó la diferencia. Despertó con la boca plagada de un sabor ferroso, un dolor de cabeza bastante potente, un techo azul que no reconocía y el cuerpo de Mabel enredado en el suyo.
La noche de ese nuevo día, Américo pasó por él a su casa en un automóvil prestado. Dieron unas vueltas por la ciudad, compraron cervezas en un depósito, enrollaron un cigarrillo de marihuana y esperaron a que el diputado Malaquías Sóstenes estacionara su Volvo en la esquina de siempre, frente a un prostíbulo de clase alta, en donde pactaba iniciativas de ley, vendía y compraba votos, y departía con otros legisladores y las chicas de corte internacional.
Ocultos bajo la ventajosa sombra de un eucalipto, atisbaron con la vista de dos linces y los oídos de dos topos.
-Quiero que me digas qué eres capaz de hacer con ese Volvo.
-Lo que tú digas.
-No, Vaquero, lo que tú digas. Sóstenes no es aliado, aunque lo parezca. Se trata de dar un periodicazo –dicho esto digitó los números correspondientes en un teléfono celular enorme y charló un minuto con un periodista alineado al que le dictó la dirección del prostíbulo, luego colgó.
Braulio escuchó la charla y entendió el motivo de su presencia.
-Los periodistas están esperándote –lo retó Américo.
Braulio suspiró. En realidad era muy sencillo. Miró a Américo con decisión.
-Tu herramienta está en la cajuela –dijo éste y accionó la palanca para abrirla desde adentro.
Braulio descendió con calma. Encontró ganzúas, una manguera y un bidón con gasolina.
Entendió. No hacía falta el instructivo. Se escurrió con gran habilidad a un costado del flamante Volvo importado y, rompió las reglas. No utilizó las ganzúas ni la manguera. Se metió bajo la panza del auto y buscó a tientas la manguera del combustible. El olor lo inundó de alegría. Ese olor, dulcemente nauseabundo. No la zafó del todo sino la dejó gotear, después regó la gasolina del balde, se irguió y, con mucha sangre fría, encendió un cigarrillo y se recargó a fumar en el cofre del Volvo. Américo no daba crédito. Lo único que pensó fue que a ese muchacho extraño, morir le significaba poco. Los segundos goteaban con lentitud. Antes de terminar el cigarrillo lo dejó caer con naturalidad bajo el auto y caminó hacia Américo con la prisa de un tullido. El estallido del Volvo le recalentó la espalda e iluminó las fachadas de las casonas y los edificios. Luego subió al auto y le pidió a un Américo que no podía cerrar la boca ni echar a andar el auto que buscaran un sitio donde comer, moría de hambre, la marihuana le había abierto el apetito…

jueves, 31 de marzo de 2011

La chispa en la mecha: 2.- Luces en la iglesia ®


A los 14 años, la diversión estaba en la alcoba. Braulio tenía el rostro suficientemente cargado de expresiones de inocencia como para que su tía le permitiera verla cambiarse de ropa, mientras le platicaba alguna fruslería. No obstante, en esa relación había tanta inocencia como celeridad matemática en la mente de la próxima Miss Universo, porque ambos sabían que aquello no era más que un rito de iniciación para ambos. Lo único que a Braulio le pareció fuera de lugar fue que su tía Dolores, que en el nombre llevaba la fama (era, desde el punto de vista de Braulio, una mujer que dolía), hubiese aparecido de la nada, justo cuando la madre de Braulio comenzó con esos dolores insoportables en las piernas que la hacían gritar, y en ocasiones delirar por esa fiebre infernal, de tal manera que tenían que sedarla, casi hasta provocarle un coma. Entonces la investigación médica no ofrecía aliento para los casos graves como el de Eduviges y, más que graves, desconocidos. Dolores había arribado para suplir la inutilidad del padre de Braulio.
La tarea de Dolores comenzaba de noche, cuando el efecto del tratamiento había pasado y el organismo de Eduviges no respondía más que a los sedantes y a las compresas heladas que pretendían bajar la hinchazón y la calentura. Cinco médicos sin diagnóstico acertado y una curandera habían desfilado por esa habitación sin éxito alguno. De repente, Eduviges pasó de ser la madre amorosa y atenta a masa retorcida de dolor entre sábanas que durante los ataques ya no reconocía ni a su hijo ni a su hermana.
El padre de Braulio, encerrado en sí mismo, se cambió al cuarto de huéspedes y Dolores al de Braulio, que era el más cercano al de sus padres, ocupando la cama mientras el primogénito e hijo único se echaba en un camastro plegable al lado de la tía que debía saltarlo a media noche, con la agilidad de una corredora de obstáculos, para inyectar los mililitros necesarios de ketorolaco a su hermana. En sus momentos de lucidez Eduviges relataba, con una sangre fría que oscilaba entre la cordura y la ficción, que sentía como si por las venas de sus piernas corriera plomo hirviente en lugar de sangre. Y fue en uno de esos momentos de aparente lucidez que Eduviges llamó a su abogado y un notario para que, de una buena vez, diera forma a su testamento, dejando el dinero en manos de su esposo, su hermana y su hijo, siempre y cuando, después de cumplido cierto tiempo de experimentación clínica sin resultados, la dejaran morir en santa paz con una inyección letal que sería administrada por Dolores. Nadie se opuso, sobre todo porque una cláusula en el testamento rezaba que, de no ser así, la fortuna, producto de la habilidad financiera de Eduviges, iría a la caridad. Ni siquiera en esos momentos de dolor y preocupación, alguien era capaz de ir en contra de los deseos de Eduviges. Otra cláusula indicaba que en el momento que la solución fuera cortarle las piernas, el pinchazo letal debía ser administrado. El médico encargado del estudio, un chino traído desde uno de los hospitales más influyentes de la costa este de Estados Unidos, firmaría la muerte natural y el caso se cerraría.
A los 14 años, Braulio entendía perfectamente bien que su madre estaría mejor muerta que viva, ya fuera con los dolores o sin piernas. Sin embargo, cuando el veredicto fue precisamente arrancar las extremidades inferiores de Eduviges, el muchacho tuvo los arrestos suficientes para pedir a Dolores un favor: que lo llevara a la iglesia. No era que Braulio creyera en los milagros, más bien intentaba, por todos los medios, asegurar el bienestar de su madre, así es que la visita a la iglesia fue más una amenaza contra el ministerio de los milagros que una súplica. Dolores cumplió, llevó a Braulio a la iglesia pero lo esperó afuera.
Braulio entró en el santuario y se sintió envolver por una calma más bien mórbida desde su apreciación; caminó por las orillas, observando los rostros de los santos, ese gesto de paz y sabiduría que los escultores de bustos diseñaban por pedido especial para que la gente aumentara su confianza. Pero él no creía. Estaba ahí con un motivo adolescente, ponerse al tú por tú contra la autoridad divina de la que no había obtenido nada. Llegó hasta el Cristo que dominaba el púlpito desde las alturas, observó su gesto de dolor, el único en todo el templo, y le juró (o más bien lo amenazó) que si su madre no libraba la última terapia, esa iglesia iba a arder en llamas. Luego salió del templo con un gesto de impotencia, apretando los puños. Nadie más que Cristo, él y el ejército de santos conocían su amenaza.
El día del entierro Braulio no quiso ir y Dolores y su padre prefirieron no importunarlo y dejarlo en casa con la mucama. Mientras ésta se enceguecía con una botella de ron, Braulio hacía lo propio a los pies de la cama de su madre, con el armario abierto, observando los vestidos de seda que ella jamás volvería a usar. Ya no quiso verla. Pero ahí, en el mismo sitio en donde él y Eduviges leían cuento de hadas antes de dormir, detalló el plan.
Esa noche, mientras Dolores y su padre ultimaban los detalles con el abogado, Braulio se escabulló. En su mochila llevaba los implementos necesarios. No fue difícil librar la puerta apolillada por donde entraba y salía el sacristán quien, por las noches, se encerraba en su habitación a beberse el tiempo. Con mucha paciencia, Braulio, cargado de una ira descontrolada, fue destapando los botes de lámina con gasolina y regando su contenido alrededor de las bancas, sobre las bancas mismas, a los pies de los santos que arderían y en el púlpito. Un trabajo bien planeado y muy bien llevado a cabo. Para cuando terminó, estaba suficientemente ebrio, enfadado y mareado con el olor del combustible que le fue imposible echarse para atrás. Volvió al atrio, sonrió, encendió la estopa y la dejó caer, mirando lentamente, producto de su embriaguez y su pasión, cómo la estopa, ese sol diminuto, tocaba un charco de gasolina y esparcía su fuerza con un rugido sordo y trazaba un camino azulgrana que alimentó la madera, elevándose un fuego majestuoso que le recalentó el rostro. Para él, aquello no fue más que la manifestación del infierno en territorio sacro. Tomó una fotografía y salió lentamente, quizás esperando que el fuego lo alcanzara y lo llevara de la mano con su madre…

lunes, 28 de marzo de 2011

La chispa en la mecha: 1.- Vuelta de tuerca ®


En las primeras horas de aquel día su vida había dado el giro que todos esperan pero que a nadie le ocurre.
Lo que vio al salir del departamento por la mañana había sido uno de esos detalles que no se ven todos los días, al menos no desde que él llegó a vivir al condominio, llamando la atención con sus maneras extrañas. Entonces descubrió que había gente que le faltaba conocer, lazos que establecer antes de sentirse vecino. No era que le interesaran mucho las relaciones sociales, los enlaces vecinales que derivan en una invitación a cenar, a tomar café, a cubrir cualquiera de las cuotas necesarias para permitirse un buenos días por la mañana y un buenas noches por la… En fin.
Braulio tenía los amigos suficientes, los necesarios. Porque para él la amistad, desde su trinchera oficiosa, es un intercambio que pretende, sólo pretende, llenar algunos huecos con el disfraz de la camaradería, nada más. Tenía cubiertas todas las buchacas del fieltro sentimental: hallaba la compañía en los libros y la música; tenía un padre anciano con el que platicaba todas las tardes vía internet, una relación a distancia que cruzaba todo el país gracias a la magia del módem, tal vez la mejor y única relación de su vida, su verdadero amigo era su padre porque le daba los peores consejos; la necesidad del romance y la lujuria estaba saldada con la vasta cantidad de amigas cariñosas y prostitutas con las que departía un día sí y otro no, ángeles guardianes que, como la mejor caja de Pandora, guardaban sus peores secretos. ¿Para qué ir más allá si todo estaba a la mano? Su oficio de unabomber al servicio de la patria le daba suficiente para vivir y de paso le ayudaba a saldar otra cuenta, la de la convicción política. Los 10 últimos estallidos que habían sacudido las entrañas más estrechas el país habían estado relacionados con su habilidad para los químicos. ¿Quién iba a seguirlo si trabajaba bien, si sus empleadores estaban en el mismo bando que veía saltar sus propiedades hechas añicos bajo una nube de humo negro? Eso alimentaba los diarios, le daba a la ultraderecha un espacio de opinión y le otorgaba a esos saqueadores del erario y las conciencias un pretexto para enaltecerse como mártires. Todo estaba conectado, los engranes giraban con suficiente asepsia, enganchando sus dientes unos contra otros como apología de la realidad que los movía. “Todos tenemos necesidades”, decía Braulio, mejor conocido como El Vaquero o El Vasco, luego alzaba los hombros y al ritmo de Las Estrellas de Fania colocaba el último sensor infrarrojo que recibiría la señal de un teléfono celular modificado. Esa era otra de sus virtudes. Él disponía los juguetes y alguien más, con la suficiente sangre fría, digitaba el número o enviaba un mensaje de texto desde un Robotphone Nokia 1300 o nada más colocaba un post en un muro de Facebook que activaba la mixtura química tal vez desde el otro lado del mundo. Un banco en la colonia Portales estallaba porque un sujeto echado en una terraza mirando el Chiado en Lisboa “presionaba” con el puntero del mouse un “me gusta” en el muro de Facebook indicado. Terminada la artesanía, los resultados ya eran cuento de otro. Braulio se consideraba un artesano al que no le interesa si el rico de Las Lomas usaba la cajita de Olinalá como receptáculo para los gramos de cocaína que dictarían el cenit de una fiesta privada.
Pero lo que Braulio vio aquella mañana al salir de su departamento lo dejó pasmado. Y no sólo eso, porque también esos ojos color aceituna y esas caderas sinuosas y esa sonrisa de infarto y esos pechos cónicos que amenazaban con desbordar el escote del vestido y esa porción de piel salpicada de pecas y ese cabello negro ala-de-cuervo y ese andar escandaloso como orquesta de pueblo se convirtieron en el mejor pretexto para pensar en tirar la toalla, dejar de lado su oficio de unabomber intelectual y asentarse como hombre de bien, a sus 35 años, en compañía de Salma, la vecina.
Quizás de su edad, aunque con un deje de madurez y sabiduría, ese que cargan las intelectuales atractivas, y que embonaba perfectamente con el resto del cuadro, Salma pasó de aparición sorpresiva a obsesión en una fracción de segundo. Lo mejor: Salma respondió al coqueteo con cierto candor, como la princesa solitaria (y en celo) que se ve acosada por el vecino mirón que no podía liberar sus ojos del imán del escote. Esas pecas lo atraían como la gravedad al objeto. Salma fue, entonces, el obstáculo que cortaba el camino de la chispa en la mecha.
Fue en ese instante cuando la vida de Braulio dio un giro, el giro esperado por todos pero que nunca sucede.
Braulio entró a casa de nuevo. Olvidó a qué había salido. Su mente estaba ocupada por la imagen de Salma. Por hacer algo encendió la computadora y revisó su correo electrónico para constatar que no hubiera órdenes del jefe. Un sistema satelital proveído por un “amigo” suyo que trabajaba en el despacho de inteligencia del gobierno triangulaba la señal para que, en caso de filtrarse algún correo electrónico, el usuario fuera ubicado en un chalet vacío de Barcelona. El inbox estaba vacío. Después, en esa cadena de acciones inesperadas, que brotan por instinto o casualidad o vayan a saber por qué carajos, decidió revisar su e-mail oficial, en donde su padre enviaba postales del mar con alguna línea de Pessoa, o alguna de sus conquistas agradecía la noche de placer obsequiada (vía un intercambio monetario) y pactaba la siguiente, y halló un mensaje en negritas que resaltaba por encima de los otros: TE INVITO A MI FIESTA, decía el asunto y al desplegarlo se encontró con la invitación de Jerónimo España, un viejo amigo del colegio, y al que tenía más de 20 años sin ver, que festejaba su trigésimo sexto cumpleaños en su casa de Polanco dentro de tres días. ¿Ir? ¿Por qué no? Esa fue la segunda vuelta de tuerca que acorralaría a Braulio, que lo llevaría contra las cuerdas de su realidad, con varios cadáveres bajo su autoría intelectual, mas nunca por mano propia, y que lo orillaría, él sin saberlo entonces, a necesitar recurrir al asesinato para encontrar aquello que andaba buscando…

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Destinos...


Si ya diste el mal paso, no tardaré en seguirte.
Por cada mal paso tuyo, yo daré tres;
así, tal vez, te adelante un poco.

Entonces, conforme se acumulan los malos pasos y comienzas a
darles sentido, éstos se convierten en tu única salida.

O bien, en ese sitio seguro, del que no puedes desprenderte.