Después de un año la terapia se fue al carajo. Nadie estaba
logrando algo y yo sentía, desde el fondo de mi tarjeta madre, que mi terapeuta
perdía su tiempo y yo perdía mi dinero. Le di las gracias y le dije que
trataría de lograr la estabilidad por las mías. Prometí llamarla si acaso
pifiaba en mi propia encomienda. Dijo que sí, que de cualquier manera esa
escapada formaba parte de la terapia, la tenía prevista.
Convencido de mi ocurrencia me hice de las armas
suficientes. Semanas antes de esa vuelta de tuerca había comenzado a mezclar en
casa, aunque no de una forma muy saludable. Los viernes pringados de soledad
volvía de la terapia en mi bicicleta a las 9 pm, conectaba e inicializaba mis
dispositivos (un teclado, el iPad y la PC con el software específico),
desenroscaba una botella de mezcal, me encasquetaba los audífonos como el
kamikaze que emprenderá el vuelo contra las bases enemigas, encendía el primer
cigarro de la noche, o del fin de semana para ser más precisos, y me dejaba
llevar por los beats de Armin van
Buuren que reptaban las caracolas de mis oídos.
Tenía semanas hackeando
canciones gracias a un programa que había rescatado de la web, siempre fascinado por la música electrónica que escuchaba
desde niño en las manos y el ingenio de Giovanni “Giorgio” Moroder.
Cambié la terapia por la actividad de pinchar música en mi
cocina. Un programa para mí desconocido (VirtualDJ) significó el reto de
dominarlo y lo conseguí más con base en la necesidad que en los huevos y de
pronto me vi y me escuché mezclando de manera decente. Colocaba frente a mí un
espejo de cuerpo completo que no había sido hurtado por el huracán de mi
divorcio, y me observaba en él. Lo que más me maravillaba era pensar en el
silencio que había alrededor mientras yo me destetaba los oídos en la
placentera actividad de empatar ritmos a volumen bestial.
Dos meses después de dejar la terapia, emperrado en mi
encomienda, me propuse para mezclar en una fiesta. Todo fue relativamente bien,
tomando en cuenta que nadie en esa fiesta era fanático del EDM (Electronic Dance Music), no obstante,
improvisé lo suficiente para mantener el ritmo arriba. Antes, en las reuniones,
indiscriminadamente, el anfitrión me colocaba un cartón de cerveza junto a la
PC y me pedía que pusiera música. Pero aquello era poner música de fondo y en
mi pérdida de virginidad necesitaba poner a bailar a la gente. Temblaba,
sudaba, el dedo se resbalaba sobre el mouse pad y tenía que corregir en chinga,
improvisar y dar mi mejor cara. Sólo era el DJ, y después de esa fiesta, con
los halagos ganados, me firmé como DJBtxo, perfecta contracción al estilo vasco
de “DJ Bicho”.
Después volví a la cocina (mi estudio llamado La Ruina, en
donde también produzco y conduzco el programa de radio Miscelánea Buñuel), como
una Cenicienta de bits y beats, y
esperé sin dejar de seguir fortaleciendo el músculo. Cuando eres DJ debes
ejercitar el oído, las manos, el sentido; o bailas o mezclas, y yo quería hacer
ambas cosas. El primer éxito me hizo creer que podía conseguirlo.
Así, una noche de caminata solitaria en la recién remodelada
Alameda Central, observando los colores brillantes y rítmicos de las fuentes,
me interné por calles aledañas al Barrio Chino y escuché que en un antro sonaba
un track de Daft Punk: Within. Era un bar nudista. Entré y lo
primero que vi, después del gorila que comprobó que no llevaba armas, fue a una
mujer que se desnudaba al ritmo de Daft Punk. Pedí una cerveza y me quedé en la
barra ¡escuchando! No me interesaban las evoluciones de la mujer más allá de lo
que las provocaba: la música. Cuando la mujer dejó de bailar se acercó a mí y
comenzó a tratar de enganchar unos tragos. Le pregunté por qué había escogido
esa canción de Daft Punk y me dijo que el DJ del antro colocaba la música que
él creía adecuada. Era un reto entre él, las bailarinas y el gerente. Me
desentendí de ella, que quedaba con cara de “por qué no me invitas un trago” y
fui a la cabina a platicar con el DJ. Amable, más joven que yo, se mostró
interesado en mi interés y me dejó pasar. Era una cabina moderna, con dos PC’s
y una Mac, además de un catálogo con fotografías de las chicas que bailarían
esa noche. Me explicó su sistema y me dejó experimentar. Las canciones brotaban
de acuerdo a los gustos de la bailarina y su concepto. No erré en las tres
oportunidades y las chicas fueron a felicitar al DJ y se toparon conmigo.
Curiosamente el DJ había renunciado para irse a estudiar música a Berklee y
necesitaba un reemplazo. Ese reemplazo fui yo durante tres meses hasta que el
antro fue clausurado por trata de blancas. Yo no estaba en el momento del operativo.
Perdí una USB con todas mis canciones pero no la libertad, y más aún, había
ganado experiencia. El problema fueron las formas. Por mi experiencia el
gerente pidió que mezclara media hora mientras las chicas convivían con los
clientes. Aquello se convertía en discoteca y yo mezclaba mejor cuando tenía
unas cervezas o unos whiskys encima. A veces soltaba un mix y salía a fumarme
un cigarro para disfrutar de la vida nocturna del centro que siempre me atrajo.
Nadie en mi entorno supo jamás nada.
Una noche unos chicos PR que llevaban un evento de una
bebida energética, y que pastoreaban
a unos clientes chinos, se acercaron a mí para preguntarme si quería mezclar en
una fiesta en la Condesa. Estaba borracho y emocionado, dije que sí. “¿Cómo te
llamas?” DJBtxo, les dije.
Llamaron una semana después de la clausura del antro y
pidieron mi dirección. Me enviaron a casa una camioneta Hummer con logos de la
empresa y me llevaron a la fiesta. El cartel de DJs lo abría yo, después un DJ
de drum and bass y finalmente una
chica que tenía más experiencia. Mi nerviosismo era el de una quinceañera con
retraso. Antes había tocado una banda indie
de cuyo nombre no quiero acordarme y la gente los bajó. El personal quería
bailar. Armé un set con música de deadmau5, Armin van Buuren, Inna y Steve
Angello y me di cuenta de que necesitaba alcohol. Hice la petición y me
entregaron, como antaño, una caja de cerveza Indio. Media cajetilla de cigarros
después, me di cuenta que no vi bailar a la gente porque estaba en trance.
Cuando terminé de tocar bajé a la pista y un chico me llevó al camerino con los
demás DJs y músicos. Platicando supieron que era El Bicho de RockStage. Volví a
casa el sábado al amanecer, después de ir a festejar a casa de un ejecutivo de la
agencia en Santa Fe. Fue una convivencia un poco extraña, me sentía, hasta
cierto punto, secuestrado. Me llevaron a casa en la Hummer y, muy respetuosos,
al bajarme del vehículo, me entregaron mi mochila con mi pequeña laptop (mi
hermosa Negra que ya ha muerto). Creí
que la había perdido.
Siguieron tocadas en La Roma, La Condesa, La Juárez, el
Centro Histórico, Coyoacán: fiestas, roofs,
roof gardens, cuartos, salas,
etcétera.
Entonces dejé de mezclar solamente música de otros, comencé
a producir mis propios tracks y vino
una invitación a tocar en una fiesta en una casa en Cuernavaca. Top total, VIP,
farándula, alberca. Antes de mí tocó el mismo DJ de drum and bass y lo bajaron. Después toqué yo y la gente se
encendió. Tras de mí iba un gordito que se vomitó antes de tocar así que subí a
la music station a echarle una mano.
Mezclamos a dos manos y de pronto una mesera nos lleva dos martinis: “De parte
de aquellas chicas”, señaló a unos metros del set a dos chicas obsequiosas que
parecían extraídas de la revista Nylon. Brindamos y sonreímos y el DJ gordito,
que también era bajista de un grupo punk, y me conocía por RockStage, me dijo
algo como: “ya ligamos”. Le dije que no, que en cuanto termináramos de tocar
iban a olvidarse de nosotros. Y así fue.
El DJ es sólo un espejismo, es el centro neurálgico de la
fiesta pero al que menos atención le pone la gente. La música rebasa al DJ y
eso debes saberlo si eres profesional.
Años antes me sucedió algo similar cuando en un Vive Latino
que fui a cubrir, el grupo Magisterio Nacional me invitó a tocar las
percusiones. Todo es un espejismo.
Llevaba más de un año como DJ cuando me invitaron a tocar en
un evento en la terraza del Hotel W y vi, entre la gente que bailaba, a mi
terapeuta.
“Te vi en la invitación y no pude resistirme”, me dijo. Esa
era la señal que necesitaba para saberme curado.
El problema eran el alcohol, la ligereza, la moral ligera. Y
un día dije ¡basta! Me retiré a hacer mi música con la idea de hacerme
productor. Así nació B7XO y posteriormente Speakerguy Project.
Hoy mezclo por gusto, sin cobrar, como parte de mi terapia
eterna.
Y me gusta.
Aunque sé muy bien que todo es un espejismo.
No obstante, recordando aquello, no dejo de sentir emoción
cuando coloco un track en el espectro
del software y siento las pulsaciones en mis oídos. Entonces me siento libre y
capaz de dominar a quienes están debajo de la music station y esperan que los haga bailar. Ver un cuerpo moverse
es el mejor aplauso.
Por eso soy DJ.
B7XO, Coyoacán, 2016
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