El entrenador se paró en el centro del
vestidor, furioso. Todo estaba en silencio. Sus jugadores lo miraban con miedo.
El míster se limpió el
bozo de sudor de la frente, observó su tablita de estrategias y formó una mueca
de fastidio al ver el marcador en contra: 3-0. Tomó aire, dio dos pasos al
frente y su voz retumbó estrellándose contra los muros del vestidor formando un
eco tenebroso.
-Éste, señores, es un juego de
hombres. No podemos permitirnos una mala actuación como ésta. ¿Acaso no somos hombres?
¿Acaso no somos jugadores de futbol? ¡Pablo! ¿Qué buscas en la tribuna durante
los tiros de esquina? Eh. ¡Molina! ¡Deja de platicar con Rodrigo en el centro
del campo cuando hay un contragolpe en contra! ¡¿Qué no entienden lo que les he
explicado en las charlas técnicas?! ¡¿Qué no saben que la gente que está allá
afuera finca sus esperanzas en nosotros?! Porque, señores, éste es un juego
para los ganadores. De nosotros depende la felicidad de los seguidores. ¡Vargas!
Deja de pelearte a golpes con el contención del otro equipo, ¿quieres que te
expulsen?
-No, profe.
-¡No me contestes! ¡Chaires!, no
te quejes cuando te derriben, levántate y anda, como Lázaro en la Biblia.
El entrenador escupía al
hablar... al gritar. Su espeso bigote se estremecía, su cara parecía un
jitomate y el hombre manoteaba, incrédulo ante tan mala actuación.
-Nos quedan treinta minutos de
juego, señores, suficientes para revertir el marcador, para besar la gloria.
Así que quiero fuerza, entrega, ¡pasión! ¡Con un demonio! ¡Vargas! O me haces
caso o te saco del juego.
-Sí, profe.
-¡Que no me contestes! ¡Esto es
mística, magia! ¡Entiéndanlo de una vez! Formación cerrada en la defensa,
abierta en contragolpe, suben carrileros, se estrecha la delantera y anotan.
¡Es muy sencillo! Se trata de meter la bolita en la otra portería.
¡¿Entienden?!
-¡Sí, profe!
-¡A huevo, profe!
-¡Vargas, no sea soez! ¡Vamos,
pues, muchachos!
Los jugadores salieron del
vestidor rumbo al campo corriendo y gritando como una horda de piratas al
abordaje, tirándose los cabellos, golpeándose el pecho.
El entrenador se quedó unos
segundos en el vestidor observando la imagen del santo patrono decorada con
flores. Recordó sus años de gloria en ese mismo lugar, luego la lesión y su primera
oportunidad como entrenador. A pesar de todo estaba contento. Hubiera deseado
otro futuro, pero entrenar a la pequeña liga de niños menores de ocho años,
formar hombres, era mejor que nada.
(Anaconda
y otros cuentos de fútbol®, Andrés Vargas Reynoso, 2007-2009)
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