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sábado, 23 de febrero de 2013

Intersecciones



Capítulo 3: Golos, clavas, pelotas, Los Panchos, Los Tres Ases y la trova

Nadie me obligó, lo juro. Ni fue un sueño de opio. Una mañana simplemente me desperté con la idea de ser malabarista. Un buen malabarista.

-Si puedo hacer maravillas con mis sueldos de colaborador freelance, por supuesto que puedo hacer malabares con cosas.

Mi madre y yo pasábamos juntos mucho tiempo. Ambos trabajando en casa. Yo escribo de noche, así es que el día era tiempo y patio de recreo.

Pasé un buen tiempo buscando las pelotas del perro en el jardín, y para que mi madre no se preocupara ante mi conducta errática, le dije que estaba buscando huevos de Pascua.

-¿En agosto?

No le respondí. Luego, aprovechando que ella había ido al mercado, ensayé con las tres pelotas de esponja con que el bullterrier mataba el tiempo por las tardes. Pelotas con baba acumulada por años que terminó por suavizar la piel de mis manos. Al final de mi entrenamiento olía yo a gallina.

Cuando mi madre volvió la senté en una silla a mitad del patio, sin dejarla siquiera entrar con la bolsa del mandado.

Malabareé las pelotas frente a ella, un truco para mí harto difícil, pero que, con franqueza, le salía mejor al niño que se infla las nalgas con globos y lo hace arriba de un adulto disfrazado de oso panda, en lo que dura la luz roja del semáforo. Luego le hice el truco final, el de mayor arriesgue, el que en los circos cierra la jornada después de los perritos bailarines. Mi madre casi se cae de la silla cuando me vio salir de la casa con tres de sus tazas de té, de una colección traída desde Francia y que había pertenecido a su bisabuela de apellido Delmotte. Al terminar, su regocijo no fue en sí por el acto sino porque sus tazas salieron ilesas de manos tan torpes. (Años después su nieto, jugando a la fuente de sodas con su prima, quebró dos de esas tazas sin que su abuela lo mandara a la guillotina)

Internet proveyó las armas con que encararía mi nueva vida: Un juego sencillo de golos, y otro con antorcha; pelotas específicamente diseñadas para los payasos; un juego de clavas muy bonitas; y un traje de lycra-spandex en colores chillones que, hoy en día, no puedo colocarme sin parecer zanahoria.

Ah, el ensayo general, con mi padre, mi hermana, mi madre y el perro como invitados, amén de un grupo de acarreados (una docena de monos de peluche) que mi hermana llevó y colocó detrás, en gayola, con énfasis priísta. El espectáculo debía ser de noche para que los golos con fuego en las puntas lucieran como es debido. Comencé con un par de trucos de magia y contando algunos chistes, un par francamente groseros que hicieron que mi padre articulara una mueca de disgusto, mi madre se llevara las manos al rostro y mi hermana se carcajeara. Para resarcirme, conté un chiste más, que involucraba a los grupos Los Tres Ases y Los Panchos, un gracejo muy malo que alguien me contó sin advertirme que se trataba de una anécdota familiar, en fin. El show fue un exitazo y mi padre, ya con la visión del empresario, me dijo que por qué no invitábamos a la familia y cobrábamos unos pesos, etcétera. El siguiente paso fue buscar audiciones en un circo, y después de mucho insistir, y enviar un currículum tan mentiroso como el de un secretario de Estado, me dieron cita. Luego no fui a la cita. Para qué si ya hay muchos malabaristas en este mundo, “uno más no hará la diferencia”. Además, esa tarde, mi novia me invitó a ver un concierto de trova en el kiosco. Era, sin lugar a dudas, una mejor opción.

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